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Se había olvidado de que la hija de Pep era una mujer. ¿Pero realmente aquella niña, aquella muñeca blanca e ingenua, podía gustar a los hombres?... Sentía la extrañeza del padre que ha enamorado en otro tiempo a muchas mujeres, y juzgando luego por su propia sensibilidad, no puede comprender que su hija inspire pasiones. Pasados algunos instantes ya no la vio así.

Pep le había visto pocas veces, y sin embargo, temblaba aún de respeto al recordar su aspecto señorial, su cara grave, limpia de sonrisas, y el gesto imponente con que acompañaba sus bondades. Era un rey a la antigua, uno de aquellos reyes buenos y justicieros, padres de los pobres, con el pan en una mano y el palo en la otra.

Si pensaba resistirse y huir por segunda vez, mejor sería para él embarcarse de grumete y olvidar que tenía padre, pues al verle regresar a la alquería, Pep era capaz de romperle las dos piernas con la tranca de la puerta.

Nunca había dicho más, acompañando con la misma exclamación de su confuso pensamiento hacia Dios las alegrías y los dolores. Pep había dado varios tientos al jarro de vino, lleno del zumo sonrosado de las mismas parras que extendían un toldo de pámpanos ante el porche.

Lo demás lo regalaba a Pep y la escopeta a su hijo, riendo del gesto del pequeño seminarista ante este presente, que llegaba algo tarde... Ya cazaría, con ella cuando fuese cura de uno de los cuartones de la isla. Volvió a sacar del bolsillo la carta de Valls, complaciéndose en leerla lentamente, como si cada vez encontrase en su texto nuevas noticias.

También yo esa historia dijo Pep . Me la contaron de chico muchas veces y se la he contado yo a los míos... No digo que no sucediese así; pero sería en otros tiempos... otros tiempos muy lejanos: cuando hablaban los animales. Para Pep, la más remota antigüedad y el estado dichoso de los hombres era siempre en el tiempo feliz «cuando hablaban los animales».

Tenían sangre distinta; vivían juntos y tranquilos, pero no eran iguales ni podían serlo. Cada uno con los suyos. Y al decir esto, Pep recogió de la mesa los platos de la comida y los fue guardando en la cesta, preparándose para marcharse. Quedamos, don Jaime dijo con su tenacidad campesina , en que todo es broma, y usted no inquietará a la atlota con sus fantasías. No, Pep.

Al subir Febrer a la torre se sentó cerca de la puerta, contemplando todo el paisaje de tierra adentro que se dominaba desde este agujero. Al pie de la colina extendíanse algunos campos roturados recientemente. Eran los pedazos de montaña propiedad de Febrer, que Pep iba convirtiendo en tierra cultivable.

Y el padre señalaba con los ojos el cuchillo regalado por Febrer al Capellanet, que estaba ahora abandonado sobre una silla. Luego habían descubierto al señor, caído de bruces cerca de la escalera de la torre. ¡Ay, don Jaime, qué susto el de Pep y su familia! Le habían creído muerto. En estos trances es cuando se conoce el cariño que se tiene a las personas.

¿Pero sabes si Margalida me quiere o no me quiere?... ¿ estás seguro de que le parece todo esto un disparate, lo mismo que a ti?... Pep quedó silencioso largo rato, metiendo una mano bajo el fieltro y el pañuelo de seda puesto mujerilmente, para rascarse los bucles crespos y canos de su cabeza.