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Pep contaba con aire de prodigioso explorador sus estupendas aventuras en tierra firme durante los años que había servido al rey como soldado en los remotos y casi fantásticos países de Cataluña y Valencia. El perro, encogido a sus pies, parecía escucharle, fijos en el amo sus ojos de suave mansedumbre, en cuyo fondo se reflejaba una estrella.

Pep habló al oído del señor en voz queda, con acento de admiración. «Aquellas gentes del tricornio sabían más que el diablo. No registrando al verro le inferían un insulto.

Jaime paseó los ojos por el interior de la torre, sonriendo de su miseria. ¡Pero si soy un pobre, Pep ¡Si eres rico comparado conmigo! ¿A qué recordar mi familia, si vivo de tu apoyo?... Si me despidieras, no adonde podría ir. El gesto de incredulidad con que Pep acogía siempre estas afirmaciones humildes volvió a aparecer.

La mujer de Pep y su hijo pasaron insensiblemente delante de ellos, y al quedar solos los dos en la senda, acabaron por detenerse sin saber lo que hacían. ¡Margalida!... ¡«Flor de almendro»!... ¡Al diablo la timidez! Febrer se sintió arrogante y triunfador, como en sus buenos tiempos. ¿Por qué aquel miedo?... ¡Una payesa! ¡una chiquilla!...

Hacía varios años que Pep había satisfecho su deuda, y sin embargo, aquellas buenas gentes seguían llamándole amo, y al verle ahora sentían la impresión del que se halla en presencia de un ser superior. Pep Arabi fue presentando a su familia. La atlota era la mayor, y se llamaba Margalida: una verdadera mujer, aunque sólo tenía diez y siete años. El atlot, que era casi un hombre, contaba trece.

Notaba en él la mano adicta de Pep y la gracia de Margalida. Jaime se fijaba en lo nítido de las paredes, en la limpieza de las tres sillas y la mesa de tablas, muebles fregoteados por la hija de su antiguo arrendatario. Unos aparejos de pesca extendían sus mallas por los muros con ondulaciones de tapiz. Más allá colgaban la escopeta y un bolso de municiones.

Su mujer y Margalida, que no se creían unidas por el parentesco a esta familia, manteníanse aparte, como si las alejase la diferencia entre sus alegres ropas domingueras y aquel aparato de dolor. El bondadoso Pep fingía enfadarse por los extremos de desesperación, cada vez más vehementes, de los enlutados... «¡Ya había bastante!

Su padre, que tenía el sueño fuerte, no estaba tal vez enterado a aquellas horas del suceso. Ya podía ladrar el perro y sonar junto a la alquería tantos disparos como en una guerra; el buen Pep, cuando se acostaba cansado de sus faenas diurnas, era insensible como un muerto. Los demás de la casa habían pasado una noche de angustias.

¡Ah! ¿Era de veras que se iba el señor?... La alegría del campesino fue tan grande y tan viva su sorpresa, que Jaime quedó indeciso. Le pareció ver en los ojillos del rústico, animados por el gozo de la noticia inesperada, cierta malicia. ¿Si creería aquel isleño que su repentino viaje era por huir de los enemigos?... Me voy dijo mirando a Pep con hostilidad , pero no cuándo.