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Es cierto que sus cabellos obscuros estaban cortados en la nuca como los de un muchacho, y estaban dispuestos adelante en cierto número de bucles chatos que se apartaban mucho de su rostro. Pero no había peinado que no hiciera encantadores el cuello y las mejillas de Nancy.

La compañía de García Delgado cantaba el himno nacional y representaba la Flor de un día, de Camprodón. ¡Oh, Flor de un día! ¡Oh, Pavón del teatro dramático español! ¿Por qué mi fantasía excéntrica te ve desaparecer en el pasado, en la misma tumba que tragó los miriñaques y el peinado de bananas? ¿No era Lola la más encantadora y la más romántica de las mujeres? ¿No tenía Diego el contorno poético del amante y el Marqués de Montero la estampa grave de un barítono de zarzuela triste?

Rosita era graciosa, pero desmedrada y clorótica, de color de marfil. Llamaba la atención su peinado en sortijillas, batido, engomado y puesto con muchísimo aquel. «¿Pero qué hace usted, mujer, con esa pinturapreguntó Guillermina a Nicanora. Soy lutera.

El pañuelo se le había desatado de la cabeza, y deshecho el peinado, sus espesas guedejas le caían sobre los hombros. «¡Qué marido este! pensaba, recogiéndose el cabello , ¡ni atar un pañuelo sabe!». Después creyó ver ojos, que en aquella profunda oscuridad la miraban. «Debo de estar soñando todavía. ¿Qué me miras ? ¿Qué dices? ¿Que estoy guapa? Ya lo creo. Más que tu mujer».

Tanto se dejó dominar por ella, que corrieron en Roma medallas satíricas que tenían por el anverso a Olimpia con la tiara ceñida y en las manos las llaves de San Pedro, y por el reverso al Papa peinado femenilmente y empuñando una rueca.

Pepita estaba sentada, casi recostada en un sofá, delante del cual había un velador pequeño con varios libros. Se acababa de levantar, y vestía una ligera bata de verano. Su cabello rubio, mal peinado aún, parecía más hermoso en su mismo desorden. Su cara, algo pálida y con ojeras, si bien llena de juventud, lozanía y frescura, parecía más bella con el mal que le robaba colores.

Ojeda, sin darse cuenta de su avance, se vio junto a la portezuela del carruaje... Era ella, envuelta en una capa de seda y pieles, con las plumas de su peinado dobladas por la exigua altura del techo; ella, empolvada, pintada para disimular su palidez, con gruesos brillantes en los lóbulos de sus orejas y una fijeza trágica en los ojos desmesuradamente abiertos.

Una estela de polvos de tocador y vagas esencias de jardín artificial seguía el aleteo de las faldas desmayadas y flácidas, con brillantes pajuelas de oro o plata; el crujiente arrastre de los tejidos sedosos; el brillo de las espaldas desnudas suavizadas con una capa de blanquete; la tersura de las nucas, sobre las que se elevaba el edificio de un peinado extraordinario, el primero de una navegación que únicamente se había prestado hasta entonces a exhibir sombreros de paseo y velos de odalisca.

Mirose mucho al espejo, embelesándose en su propia hermosura, de la cual muy pronto se había de congratular la marquesa como de cosa propia, y se dio algunos toques en el peinado. Uno de sus mayores encantos era la gracia con que compartía y derramaba su abundante cabello castaño alrededor de la frente, detrás de las orejas y sobre el cuello.

Todas usaron ingentes miriñaques totales, y ahora usan el miriñaque parcial y pseudo-calípigo que priva. El día menos pensado abandonarán la mantilla y se pondrán el sombrerito. Todas se peinan, tomando por modelo el figurín, y suelen llamar a este peinado de cucuné o de remangué, a fin de darle, hasta en el nombre, cierto carácter extranjero.