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A Martín le pareció aquella portada de piedra amarilla, con sus santos desnarigados a pedradas, una cosa algo grotesca, pero el extranjero aseguró que era magnífica. ¿De veras? preguntó Martín. ¡Oh! ¡Ya lo creo! ¿Y la habrá hecho la gente de aquí? preguntó Martín. ¿Le parece a usted imposible que los de Estella hagan una cosa buena? preguntó riendo el extranjero. ¡Qué yo!

Los soldaditos, pálidos, con la boca apretada, descansando sobre sus fusiles entre las pedradas y los tiros de revólver, daban frente á la gran masa que protestaba contra la romería. Llegaban para guardar el orden, pero sus ojos iban instintivamente hacia la muchedumbre devota, como si deseasen girar sobre sus talones y hacer fuego apuntando á la iglesia.

Has hecho mal en coger a una mujer tan gorda. Yo he cogido una pequeñita, delgada, y... ; pero, con todo, veo que tiene buenas garras. Llevas en el rostro señales abundantes. ¡Tiene garras de gata! Todas parecen gatas. He tomado parte en cien batallas; he recibido sablazos, bastonazos, pedradas, hasta murallazos, y nunca he pasado un rato tan malo.

Tras la luz rosada del amanecer marcábanse en las rendijas las barras de oro de la luz solar. Pero en vano transcurría el tiempo: ni misa cantada ni pedradas. El tío Ventolera permanecía invisible.

Amat entró solo en la cárcel, y recibido a pedradas, contuvo con su espada a los rebeldes. Al otro día ahorcó docena y media de ellos. Como se ve, el hombre no se andaba con repulgos. Amat principió a ejercer el gobierno cuando hallándose más encarnizada la guerra de España con Inglaterra y Portugal, las colonias de América recelaban una invasión.

Otras veces, los que eran más brutales en su batalla con el hambre, si conseguían matar a pedradas en el campo un cuervo o algún otro pajarraco de rapiña, conducíanlo en triunfo al cortijo y lo guisaban, celebrando con una risa de desesperados este banquete extraordinario. Los hombres empezaban de pequeños el aprendizaje de la fatiga aplastante, del hambre engañada.

Arrojábanse sobre ella las mujeres, arrancándole la corona, tirando de sus pendientes hasta rasgarle las orejas, haciendo trizas sus blancas vestiduras. Al abrirse la puerta, salía como una bestia acosada entre la rechifla de los hombres, los arañazos de las mozas y las pedradas de los chicuelos, para refugiarse en casa de su padre. Este era inflexible.

El grito de ¡abajo los jesuítas! era contestado por un rugido unánime de la masa. En las calles inmediatas al Arenal caían á pedradas los cristales. Algunos chicuelos subían por las fachadas con agilidad de monos para arrancar las colgaduras de la Virgen de Begoña, dejándolas caer sobre el gentío, que las hacía pedazos. Una noticia circuló como un relámpago por la gran masa detenida en el Arenal.

Daba acceso al edificio un arco gótico de relieves esculturales, con santos puestos en mensulillas esculpidas, cubiertos por doseletes calados, decorados con profusión, pero desconchados y rotos. No quedaba apóstol sano, ni evangelista entero, ni virgen intacta, ni mártir respetado por las salvajes pedradas de los chicos.

Desde entonces, los sospechosos de judaísmo, los que no contaban con un protector clérigo, tuvieron que ir todos los domingos a misa a la catedral con sus familias, bajo el mando y custodia de un alguacil, que los formaba en rebaño, les ponía un manto para que nadie los confundiese, y así los llevaba al templo, entre las rechiflas, insultos y pedradas del devoto populacho.