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Mi vida era demasiado buena: comer, pasear, dormir. Algunas veces ayudaba á mi yerno, que está empleado en el Ayuntamiento, á copiar las minutas del secretario. Cenábamos invariablemente á las ocho. Nieves, una señora viuda que vive sola en la calle de la Perseguida, á quien debe mi yerno su empleo.

Llega a ser insoportable el patio de altos muros, con los juegos de siempre y los cánticos de todos los días, y el pasear en hileras, y el comer en comunidad, y el recogerse y el levantarse a unas mismas horas y con el mismo forzado silencio.

Todavía tiemblo. ¿Entonces la hija después del padre? ¡Pero esta familia tiene la manía de pasear á la gente por el mar! Me ha hecho sufrir un verdadero interrogatorio á propósito de Jacobo de Freneuse... ¡Bah! ¿Para qué? Eso quisiera yo saber.

Ellos me habrán visto pasear día y noche bajo el sol y bajo la lluvia sin perder de vista los balcones de esta casa que con ansia deseaba ver abiertos. Allí ha dormido, me decía mirando hacia acá, allí ha dormido tranquilo mucho tiempo, pero no dormirá más el asesino de mi hijo... ¡Señora! ¿qué está usted diciendo? profirió Tristán con ímpetu dando un paso adelante.

Un poco más tarde encontrará usted a los horteras abriendo las tiendas, alguna vieja que va a oir misa, lacayos que salen a pasear los caballos, etc. Luego empiezan a salir los empleaditos de las casas de comercio y los escribientes de las oficinas del Estado que llevan todo el peso de ellas, las modistillas, etc., etc.

Mas cansado al fin de este ejercicio, se levantó y comenzó a pasear buscando medio de utilizar nuevamente sus músculos poderosos: y sin darse cuenta de ello, fue acercándose en silencio al paraje donde tocaba la flauta D. Leandro.

Y allá, en lo alto del firmamento, iguales corros de nubes pardas y tristes amontonándose en silencio sobre la vetusta catedral, para escuchar en las noches melancólicas de otoño los lamentos del viento al cruzar la alta flecha calada de la torre. Estamos en Noviembre. El conde de Onís acostumbra a pasear a caballo lo mismo en los días claros que en los oscuros.

Hay que hacer justicia al pobre chico. Cuando se halló más desahogado y tranquilo, guardó el retrato donde solía y comenzó a pasear a lo largo de su gabinete y a reflexionar como su padre deseaba, «con la cabeza fría y el corazón sosegado». Porque Ángel se consideraba ya en aquellos instantes con el juicio y la sangre en su ordinario nivel.

Después de tomar café y pasear un rato entre calles buscando fresco, se restituyó cierta noche el paisano a su casa resuelto a tener una conferencia importante con Fernández, un sargento que se había muerto en sus brazos hacía algunos años en Méjico.

Al cabo de un cuarto de hora de pasear por aquel inmenso y sucio camaranchón, apareció un mozo con el rostro embadurnado también de carbón, empuñando una campana de bronce que hizo sonar con fuerza; y encarándose al propio tiempo con nuestro joven, gritó reciamente: ¡Viajeros al tren! Oye, Perico gritó el expendedor desde la taquilla. ¿Quién te ha mandado dar la señal?