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Nuestra decadencia o postración ha de ser, por consiguiente, accidental y no esencial. Depende de varios achaques y dolencias de que es menester que sanemos. Para conseguirlo, propone doña Emilia, algunos remedios que a me parecen excelentes. Lo que importa ahora es que haya alguien que sepa aplicarlos con energía y perseverancia.

Hace ya bastantes días profirió el joven, después de una pausa, con acento sombrío que debiera haber puesto las cosas en orden... Esa intimidad infundada, inconveniente, estúpida, de que haces alarde, delante de gente, de tener con el Duque, me cargaba ya hasta los pelos... Pero no quería dar mi brazo a torcer. Siempre parecen ridículos los hombres celosos.

El amor de Maurescamp, sin embargo, no contenía ningún elemento durable: era, para emplear una expresión de actualidad, un amor naturalista, y los amores naturalistas, aunque no se parecen a la rosa, tienen, sin embargo, su efímera duración.

Las dos puntitas rojas que tiene en el codo de las alas parecen los símbolos de una condecoración. Lástima que toda esta gracia y toda esta elegancia las eche a perder cuando vuela y cuando chilla. Su vuelo es tardo, desigual, como de beodo en los aires; su chillido es inarmónico, estridente. Posado y andando, en cambio, tiene una finura y una delicadeza encantadoras.

Inés y Asunción no parecen, D. Paco tampoco. Cuanto más tarde vengan mejor. Otra cosa..., ¿por qué no ha seguido usted yendo a casa por las noches? Nosotras nos hemos reído de usted. ¿De ? pregunté con turbación. , porque se la echaba usted de devoto para agradar a mamá. ¡Qué bien hacía usted su papel! Lo mismo, lo mismito hacemos nosotras.

Bajamos, pues, y una vez en tierra, todo el encanto fantasmagórico de la ciudad, vista desde el mar, se desvaneció para dar lugar a una impresión penosa. «Venezuela tiene la cara muy fea», me decía un caraqueño, aludiendo al aspecto sombrío, desaseado, triste, mortal, de aquel hacinamiento de casas en estrechísimas calles que parecen oprimidas entre la montaña y el mar.

A la márgen derecha se extiende el barrio de San Gervasio, lleno de fábricas, almacenes y relojerías, dominado por la estacion de los ferrocarriles que giran hácia Francia, Losana y Neuchâtel, y ostentando en los malecones y muelles, en las riberas del lago y del rio, hileras de casas espléndidas y hoteles que parecen palacios suntuosos, y mas léjos un enjambre de graciosas ú opulentas quintas, parques, huertas y jardines.

¡Cuántas veces sonreía el Magistral con cierta lástima al leer en un autor impío las aventuras ideales de un presbítero! «¡Qué de escrúpulos! ¡qué de sinuosidades! ¡cuántos rodeos para pecar! y después ¡qué de remordimientos! Estos liberales añadía para ni siquiera saben tener mala intención. Estos curas se parecen a los míos como los reyes de teatro se parecen a los reyes».

Ojeda y Maltrana, que estaban en el combés, cerca de los grotescos personajes, avanzaban la cabeza como si pretendiesen entender algo de este relato. ¿Qué dice, Fernando?... Las palabras tienen cierto runrún, como si fuesen versos. Son aleluyas. No entiendo bien, pero me parecen bobadas para hacer reír a esta buena gente.

Entre los personajes de Capus, el lector advierte puntos numerosos de semejanza, todos se parecen y él lo reconoce así. «Hay dice, una docena, una veintena, cuando más, de sujetos-tipos.» «Quien pierde, gana», es el libro donde Alfredo Capus vertió la originalidad mayor de su espíritu; es el cimiento más fuerte de su obra, la sangre que riega la entraña de sus comedias mejores.