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Después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos en la espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo inclinada, y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera.

Blancas las paredes del lado del Poniente; las orientales, pardas, ennegrecidas por los vientos salobres de la Costa. Las enredaderas, que trepaban por la torrecilla hasta prender sus tallos en la cruz de hierro, hacían gala de sus festones floridos, y en las cornisas, en los tejados, en los árboles, friolentas palomas, pichones tornasolados, esperaban la noche para recogerse al amoroso nido.

¡Qué triste está hoy el día! La madeja rubia que reparte la luz á los mundos en sus puras hebras, perezosamente ha corrido el firmamento envuelta entre pardas nubes. Un fuerte Noroeste ha hecho gemir á la naturaleza que me rodea. ¡Hoy no hay crepúsculo! Hoy muere el día sin que el astro que lo alienta y vivifica haya reanimado mi ser.

También de noche, cerca del alba, emprendía su viaje al monte el casero que se preciaba de regalar a su señor las primeras arceas, las mejores perdices; y allí estaban las perdices, sobre la mesa de pino, ofreciendo el contraste de sus plumas pardas con el rojo y plata del salmón despedazado.

El Génesis dice que las ropas de José eran de colores, y las que en el cuadro presentan sus hermanos a Jacob son pardas con ribetes blancos salpicados de sangre. En cambio Velázquez, interpretando el dolor propio de un padre, acaso más humanamente que los versículos del Génesis, puso a Jacob, no sólo agobiado de pena, sino con asomos de cólera.

Empezaron a despojarse de su follaje los árboles; enfriose el aire al compás del solemne y tristísimo crecimiento de las noches; soplaron céfiros asesinos, precursores de aguaceros y tormentas; los remolinos de hojas secas corrían por el suelo húmedo murmurando tristezas, y sobre todo derramaron llanto sin fin las nubes pardas, en tal manera que no parecía sino que en la superficie de la tierra había algo que debía ser para siempre borrado.

Capas negras y pardas, sombreros de copa alta absurdos, horrorosos... todo triste, todo negro, todo desmañado, sin expresión... frío... hasta D. Álvaro parecíale entonces mezclado con la prosa común. ¡Cuánto más le hubiera admirado con el ferreruelo, la gorra y el jubón y el calzón de punto de Perales!... Desde aquel momento vistió a su adorador con los arreos del cómico, y a este en cuanto volvió a la escena le dio el gesto y las facciones de Mesía, sin quitarle el propio andar, la voz dulce y melódica y demás cualidades artísticas.

Las que se acercaban paso a paso eran seis u ocho palomas pardas, con reflejos irisados en el cuello; lindísimas, gordas. Venían muy confiadas meneando el cuerpo como las chulas, picoteando en el suelo lo que encontraban, y eran tan mansas, que llegaron sin asustarse hasta muy cerca de las señoras. De pronto levantaron el vuelo y se plantaron en el tejado.

Yo en tanto, acordándome de D. Quijote, contemplaba el cielo, en cuyo sombrío fondo las pardas y desgarradas nubes, tan pronto negras como radiantes de luz, dibujaban mil figuras de colosal tamaño, con esa expresión que, sin dejar de ser cercana a la caricatura, tiene no qué sello de solemne y pavorosa grandeza.

Lleva media armadura empavonada con labores de oro, y sobre la coraza banda carmesí, de seda, hecha un airoso lazo, cuyas puntas le flotan a la espalda; gregüescos obscuros, botas y guantes de estezado fino, chambergo de plumas pardas y blancas y golilla de canalones estrechos; todo ello pintado con tal primor que, aunque el artista dudara y corrigiese mucho, por tratarse de obra de tanta dificultad, parece la ejecución lograda con increíble facilidad y soltura.