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Paco, sin pensar mucho en ello, y sin pensar claramente, esperaba todavía un amor puro, un amor grande, como el de los libros y las comedias; comprendía que era ridículo buscarlo y se declaraba escéptico en esta materia; pero allá adentro, en regiones de su espíritu en que él entraba rara vez, veía vagamente algo mejor que el ordinario galanteo, algo más serio que los apetitos carnales satisfechos y la vanidad contenta.

Se llamaba este personaje don Francisco López y era secretario del Ayuntamiento, pero nadie le llamaba sino don Paco. Aunque había cumplido ya cincuenta y tres años, estaba tan bien conservado que parecía mucho más joven.

Allí acudían, como todo el mundo sabe, personajes tan arcaicos y retrógrados como D. Primitivo, don Juan Crisóstomo, el cura de Vegalora y el de la Segada; conservadores partidarios del justo medio como D. Lino Pereda, D. Ignacio Valcárcel y otros; liberales templados como D. Baltasar Rodríguez, el juez y el promotor fiscal, y, por último, republicanos federales socialistas con todas sus consecuencias como Paco Ruiz y su sabio amigo el joven krausista Homobono Pereda, hijo de D. Lino.

A me agrada también, pero mi mala suerte y mis cortos medios no me permiten jugarlo más que a real cada juego. Y aun así, si se le da a una muy mal, bien puede perder veinte o treinta reales en una noche, como quien no quiere la cosa. Ya se comprende que don Paco aceptó el convite y fue de tertulia a casa de Juana; al principio, de cuando en cuando; al cabo de poco tiempo, todas las noches.

Con tales pensamientos en la mente, a par que con notable destreza, y desarrollando la cinta que estaba enrollada en una carretilla, tomó Juana a don Paco las medidas convenientes.

Don Braulio era quien siempre escribía a Paco y le daba nuevas de la salud de todos. ¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué novedad será ésta? pensó Paco . ¿Estará enfermo Braulio? ¿Por qué me escribe Beatriz?

Cuentan las crónicas electorales de aquel distrito que, no bien supo D. Paco la que D. Acisclo le estaba urdiendo, empezó a trabajar en contra, saliendo del letargo, o mejor diremos del tranquilo y descuidado reposo en que su confianza y seguridad hasta allí le habían tenido. Esto, naturalmente, hizo que don Acisclo tuviese que redoblar cada vez más su actividad. Así es que no paraba.

Su Paco era torpe, no sabía.... «¡Es indecente que yo te sorprenda en tus desmanes, muchacho!... No llegas al plato y te quieres comer las tajadas.... Aprende primero a ser cauto y después... tu alma tu palma».

A menudo visitaban a la Regenta la del Banco y el Marquesito. Paco estaba admirado de la heroica resistencia de la de Ozores; no comprendía él que su ídolo, su don Álvaro tardase tanto en conquistar una voluntad, en rendir una virtud, si la voluntad estaba ya conquistada.

Se había recurrido a la pistola... y tampoco parecían pistolas a propósito. «Yo creo añadía Joaquinito, y Paco cree lo mismo, que esto es inverosímil y que Frígilis quiere dar largas al asunto a ver si convence a Mesía y lo hace marcharse de Vetusta». ¡Qué indignidad! gritó Foja. Pues ésa había sido la primera solución. Mesía se lo contó ce por be a Paco. Bueno, ¿y qué más?