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Pero inmediatamente sus ojos bajaron hasta el pecho de los dos jóvenes. Iguales á Martínez: la Legión de Honor, la Medalla Militar, la Cruz de Guerra con estrellas. La del antiguo revendedor de billetes hasta se mostraba cruzada por una palma de oro. ¡Ay!

Pendían de las paredes armas brillantes, indias, chinas y japonesas; colgaban del techo cinceladas lámparas de oro; se veían en torno jarrones, tibores y vasos, artísticamente esculpidos, de metales preciosos, de jaspes rarísimos, de antigua porcelana y de ataujía o menuda labor de pedrería, marfil, bronce y otras materias ricas.

Además de las ricas telas mencionadas, tejíanse toda clase de galones y de pasamanería, cintas, trenzas, y encajes de oro, de todo lo cual existe un curioso muestrario, que debió pertenecer á un fabricante ó un mercader, el cual se conserva en el museo Arqueológico municipal.

Apenas la blanca aurora había dado lugar a que el luciente Febo, con el ardor de sus calientes rayos, las líquidas perlas de sus cabellos de oro enjugase, cuando don Quijote, sacudiendo la pereza de sus miembros, se puso en pie y llamó a su escudero Sancho, que aún todavía roncaba; lo cual visto por don Quijote, antes que le despertase, le dijo: ¡Oh , bienaventurado sobre cuantos viven sobre la haz de la tierra, pues sin tener invidia ni ser invidiado, duermes con sosegado espíritu, ni te persiguen encantadores, ni sobresaltan encantamentos!

¡Cuánta razón tenía Voltaire para criticar en el Eldorado las funestas exageraciones de los viajeros de América que abultaban desde las cascadas hasta los yacimientos de oro, produciendo aquellas decepciones que se traducían en crueldades de todo género sobre el pobre indio!

Pero el padrecito se echó pacientemente a juntar realejos, y cada vez que de las economías de su mesada conventual, alboroques, limosnas de misas y otros gajes alcanzaba a ver apiladas sesenta pulidas onzas de oro, íbase con gran cautela al portal de Botoneros y entraba en la tienda de don Marcos Guruceta, comerciante que gozaba de gran reputación de probidad, y que por ello era el banquero o depositario de los caudales de muchos prójimos.

¿Qué es esto, Teresa Panza? ¿Qué locuras son éstas, y qué papeles son ésos? -No es otra la locura sino que éstas son cartas de duquesas y de gobernadores, y estos que traigo al cuello son corales finos; las avemarías y los padres nuestros son de oro de martillo, y yo soy gobernadora. -De Dios en ayuso, no os entendemos, Teresa, ni sabemos lo que os decís.

El cepillo colocado al lado del altar, donde los días de cobranza cada operaria echaba alguna limosna, nunca se vio tan lleno de monedas de cobre; el cajón que contenía la cera de alumbrar, estaba atestado de blandones y velas; más de sesenta cirios iluminaban los días de novena el retablo; primero les faltaría a las cigarreras agua para beber, que aceite a la lámpara encendida diariamente ante sus imágenes predilectas, una Nuestra Señora de la Merced de doble tamaño que los cautivos arrodillados a sus plantas, un San Antón con el sayal muy adornado de esterilla de oro, un Niño-Dios con faldellines huecos y un mundito azul en las manos.

Es una lástima que no tengamos aún documentos del siglo de oro o de los siglos de oro de la literatura atlántica parisina, de hará unos ocho mil años, ni de la emanación bética de aquella cultura, implantada a orillas del Guadalquivir por los turdetanos.

De este modo, acostándose, podían fundirse á la vez con la luz de la superficie y la penumbra del fondo, librándose de sus perseguidores. Todas las infinitas variedades de la fauna mediterránea se movían en los otros estanques. Pasaban por las láminas de cristal verdoso las salpas, las bogas y las obladas, vestidas de plata viva con bandas de oro en los costados.