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Esta doble vida de fiebre del corazón, de fiebre del espíritu, hacían de un ser muy equívoco. Notábalo yo. Había en ella más de un peligro que traté de conjurar y creí llegado el momento de desembarazarme de un secreto sin valor para poner a salvo otro más precioso. Es singular... me dijo Oliverio. ¿A dónde te conducirá eso? Después de todo, tienes razón si ese trabajo te divierte.

Y dos días después de aquella advertencia hecha por una madre prudente y por un camarada emancipado, no estaba lejos de admitir tanto estaba llena mi mente de escrúpulos, de curiosidades y de inquietudes, que mi tía y Oliverio tenían razón sospechando que estaba yo enamorado; pero, ¿de quién?... El domingo próximo por la noche nos reunimos todos como de ordinario en el salón de mi tía.

Le ruego continuó, que hasta nueva orden, no me traiga a su amigo Oliverio.

El centelleo de muchos papelotes todavía ardiendo, alumbraba mi cuarto; yo estaba de pie con la carta en la mano, como un hombre que se ahoga y aferra a una cuerda rota; por casualidad entró Oliverio. Al ver aquel montón de cenizas humeantes comprendió y dirigió una rápida mirada a la carta. ¿Están buenos en Nièvres? me preguntó fríamente.

Cúrela usted, sálvela le dije a Magdalena cuando nos separamos; pero no la engañe usted más. Magdalena hizo un gesto de duda como si le quedara un débil residuo de esperanza, el cual se esforzaba por mantener. No piense usted en Oliverio y no le acuse más de lo que es razón añadí resueltamente. Le di a conocer los motivos buenos o malos que decidían la suerte de su hermana.

Nos miraba fijamente, con menos gracia que Magdalena, pero con una desenvoltura que jamás ella hubiera osado permitirse y todavía lejos, preparábase ya a contestar con una sonrisa especialísima al saludo de Oliverio.

Ya sabe usted que el señor De Nièvres tiene el propósito de que pasemos a lo menos los meses del invierno. Oliverio y usted vendrán a fin de año. Mi padre y Julia vienen conmigo. Allí casaré a mi hermana. ¡Oh! tengo para ella toda suerte de ambiciones, las mismas poco más o menos, que para usted y al expresar esa idea se ruborizó ligeramente.

Era tan perfectamente cándido e ignorante, que el primer despertar de ciertos impulsos en medio de mis ingenuidades me fue señalado por una inquieta mirada de mi tía y una equívoca y curiosa sonrisa de Oliverio. Pensé que era vigilado y me vino el deseo de averiguar la causa de aquella vigilancia. Fue una falsa sospecha que por primera vez en la vida me hizo ruborizar.

Nadie conoce a Julia: es todavía un carácter cerrado; yo que la conozco. Ahora que ya sabe todo lo que tenía que decirle, sólo me resta recomendarle una cosa: vigile a Oliverio; tiene el mejor corazón del mundo; que lo economice y lo reserve para las grandes ocasiones. He ahí mi testamento de soltera concluyó en voz más alta, para que el señor De Nièvres la oyera, y le invitó a acercarse.

Partir de tan poco para llegar a las ardientes hipótesis en que me lanzaban las temeridades de Oliverio; pasar del silencio absoluto a la manera aquella, tan libre, de expresarse respecto de la mujer; seguirle, en fin, hasta el objeto marcado para su espera eran evoluciones capaces de hacerme envejecer en pocas horas.