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Ese pequeño monstruo moderno que Oliverio llamaba «lo vulgar», que le causaba tanto horror y que le condujo ya sabe usted a dónde, lo conocía yo tan bien como él bajo otro nombre. Habitaba tan bien en la región de las ideas como en el mundo inferior de los hechos. Había sido el genio malhechor de todos los tiempos y era una llaga del nuestro.

Sacerdotes histrionum turpium et obscœnorum insolentias jocorum effugere jubentur. Conc. Aquisgranense d. a. 816, can. 83: Quodnon oporteat sacerdotes aut clericos quibuscumque spectatulis in scenis aut in nuptiis interesse. También en una crónica antigua de Milán se habla de un teatro, super quo histriones cantabant sicut modo cantatur in Rolando et Oliverio.

No, no bailaré le repliqué. ¿Ni siquiera conmigo? exclamó con cierto asombro. Ni con usted ni con nadie. Haga como guste concluyó con cierta sequedad. No le hablé más en toda la noche y la rehuía perdiéndola de vista lo menos posible. Oliverio llegó pasada ya la media noche.

Por su parte, Oliverio no se dio más que muy a medias, ya sea porque la envoltura del hombre le pareció chocante, ya fuese porque advirtió en él, por dentro, la resistencia de una voluntad tan bien templada como la suya, pero formada de metal más puro. Había adivinado a su amigo de usted me dijo Agustín, en el orden físico y en el moral. Es seductor.

Por eso al día siguiente por la mañana entré en casa de Oliverio. Dormía o fingía dormir. ¿Qué tienes? le dije tomándole la mano como a un amigo cuyas reservas se quiere quebrantar. Nada me contestó volviendo a el rostro con señales del cansancio de una noche de insomnio o de penosos ensueños. ¿Estás aburrido? Siempre. ¿Y qué es lo que te aburre? Todo replicó con evidente sinceridad.

En cuanto a Oliverio, el día que siguió a la noche en que debía hacer innecesarias muchas declaraciones, a la misma hora que Magdalena y su marido partían con dirección a París, entró en mi cuarto. ¿Partió ya? le pregunté apenas le vi. me contestó; pero volverá; es casi mi hermana, eres más que mi amigo; hay que preverlo todo.

Desde muy lejos percibí el ruido de los cascabeles de los caballos, y vi acercarse encuadrada en la verde cortina que formaban los setos vivos, la silla de posta, blanca de polvo, que cruzó el jardín y se detuvo delante del portal. Lo primero que impresionó mis ojos fue el velo azul de Magdalena que flotaba detrás de la portezuela del carruaje. Bajó ligera y se abrazó a Oliverio.

¿Estás bien seguro de que la amas? le pregunté por fin, tanto me parecía esa condición primordial aunque dudosa para que se mostrara exigente. Oliverio me miró fijamente y como si mi pregunta le pareciese el colmo de la imbecilidad o de la locura, soltó una carcajada tan insolente que me quitó las ganas de continuar. La ausencia de Magdalena duró el tiempo convenido.

Puse entre los dos un mundo de obstáculos y de indignidades. Un momento Oliverio llegó a creer que aquello había concluido; pero la persona con quien trataba yo de matar aquella importuna memoria no se engañó.

Le contesté más lacónicamente aún, le estreché tiernamente la mano y nos separarnos. Me sucedió con estas confidencias de Oliverio igual que con todas las lecciones demasiado bruscas o fuertes por exceso; aquella iniciación embriagadora me llenó de confusiones y hube menester de largas y penosas meditaciones para seleccionar las verdades útiles o inútiles que contenían declaraciones tan graves.