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París desarrolla ese ambiente peculiar de los grandes centros de actividad, sobre todo en el orden de las actividades intelectuales; y, a poco que me mezclara en el movimiento de los hechos, era lógico que no rehusara vivir en aquella atmósfera. En cuanto a la vida de París, tal como Oliverio la entendía, no me hacía ilusiones y no la consideraba como un socorro.

Había rogado a Oliverio que me aguardase haciéndole ver que debía reparar la falta de haber llegado tan tarde. Buena o mala, esta razón, acerca de la cual no podía abrigar sospecha de engaño, pareció decidirle. Estábamos frente a frente, en una de esas rachas de secreteo que hacía de nuestra amistad siempre clarividente, la cosa más desigual y más rara.

¿Pero Magdalena...? volví a preguntar temeroso de que aun sucediera otra desgracia que él me ocultaba. Te repito que Magdalena está en un muy triste estado de salud. No ha empeorado de algún tiempo a esta parte, pero continúa mal. Oliverio exclamé, vayas o no a Nièvres yo estaré allí mañana. Nadie me ha despedido de la casa de Magdalena, me alejé de ella voluntariamente.

Repliqué con una mentira: desde varios días antes me sentía enfermo, el calor de la víspera me había causado una especie de vértigo y rogaba a Magdalena que me excusara la triste figura que hice al encontrarla. ¿Magdalena?... continuó Oliverio. Pero nosotros no tenemos cuentas que arreglar con Magdalena... Hay cosas que no le incumben...

La maduré por el camino, la encontré razonable, sin inconvenientes para ninguno, y el regreso a mi vivienda, de noche y en una tierra que conoces, no era, por cierto, distracción capaz de hacerme cambiar de propósito. Me faltó habilidad y sólo he logrado desfigurarme. No importa: he matado a Oliverio y ya le llegará su hora a lo poco que queda de él. Me marcho de Orsel y no volveré más.

Se detuvo, no porque había agotado sus argumentos que los elegía en un arsenal inagotable como si se calmara de súbito por una reacción instantánea sobre mismo. Nada igualaba en Oliverio al temor de parecer ridículo, al cuidado que poseía en no decir mucho o demasiado poco, al sentido riguroso de la medida. Escuchándose advirtió que hacía un cuarto de hora que estaba divagando.

Cuando mis compañeros despertaron halláronme ocupado en mirar la estela. ¡Qué hermoso tiempo! exclamó Magdalena con una efusión que la revelaba dichosa. Capaz de hacer olvidarlo todo añadió Oliverio. Que no me causaría pena... ¿Sería usted hombre como para tener preocupaciones? le preguntó el Conde sonriendo. ¿Quién sabe? repuso Oliverio. El viento no se levantó.

Recordé que Oliverio debía estar en el teatro: sabía cuál era y quién le acompañaba. No teniendo por qué resistir a una cobardía más, ocupé un coche y me hice conducir. Tomé un palco oscuro desde el cual esperaba ver a Oliverio sin ser notado. No estaba en ninguno de los otros palcos que había enfrente del mío.

Estaba fatigada. Las huellas del cansancio rodeaban sus ojos prestándoles ese brillo extraordinario que causa el insomnio después de las fiestas nocturnas. El señor De Nièvres y el señor D'Orsel seguían jugando. Ella estaba sola con Julia y yo delante de ella apoyado en el brazo de Oliverio.

Pregunté en dónde estaba el señor De Nièvres, como si fuera posible que Oliverio no me hubiera informado de su viaje y me mostré sorprendido al saber que estaba ausente. ¡Oh, estamos en un gran abandono! dijo Magdalena. Todos estamos enfermos o poco menos.