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La colección de trece, artísticamente sombreados, coloreados y montados en cartón. Precio, $14.00. Por OLIVERIO GOLDSMITH. VERSIÓN castellana hecha con sumo esmero y la única completa en nuestra lengua, de esta famosísima obra, considerada universalmente como CLÁSICA. Un tomo de unas 300 páginas, bien impreso, con preciosos grabados y encuadernado artísticamente. Edición económica 50 centavos.

El mismo día de mi encuentro con Oliverio, al regresar del colegio, me apresuré a decirle a mi tía que ya tenía un amigo. ¿Un amigo? exclamó. Te apresuras un poco tal vez, mi querido Domingo. ¿Sabes su nombre, su edad? Le referí cuanto sabía de Oliverio, pintándole con los colores amables que a primera vista me habían seducido; pero sólo el nombre bastó para tranquilizar a mi tía.

Cuando volví en y me repuse halléme en medio de un grupo de hombres y de mujeres que me contemplaban con indulgente interés capaz de matarme; sentí que alguien me agarraba rudamente, volví la cabeza y vi que era Oliverio.

De súbito resonó en el corredor el ruido seco de los pasos de Oliverio y apenas me quedó tiempo para deslizarme hasta la puerta antes de que llegase. Te esperaba me dijo sencillamente para persuadirme de que no me había visto salir del cuarto de Magdalena o que nada que objetar tenía por el hecho.

La tarde misma en que mantuvo esta conversación, D'Orsel partió de Trembles a caballo y acompañado de un sirviente. La noche fue clara y fría. ¡Pobre Oliverio! murmuró Domingo luego que le vio alejarse al galope corto de su caballo con dirección a Orsel.

La diligencia que Oliverio me encargara tenía, pues, para una significación muy grave, aunque él no me había revelado más que la mitad, como se hace con un agente diplomático a quien no se quiere enterar a fondo de ciertos secretos. Me informé con particular cuidado del origen y de la hora de la indisposición de Julia.

Agustín me participó aquella novedad que por muchas razones asumía la gravedad de un secreto en una larga noche de convalecencia que pasó a la cabecera de mi lecho. Recuerdo que era a fines de invierno: las noches eran todavía largas y frías, y el fastidio de volverse a su casa tan tarde le decidió a esperar el día en mi cuarto. A media noche vino a interrumpirnos Oliverio.

Si esto continúa, me marcharé: huiré al fin del mundo. Se me vigila, se me siguen los pasos, se averigua que tengo queridas, y mi futura mujer es mi espía. No tienes razón, Oliverio le dije interrumpiéndole vivamente. Nadie espía tus pasos. Nadie conspira con la pobre Julia para apoderarse de tu voluntad y llevarla atada de pies y manos.

Al contacto de sus pequeñas manos que estrechaban las mías con fraternal cordialidad la realidad de mis ensueños renació; luego, apoyándose en el brazo de Oliverio y en el mío con la familiaridad propia de una hermana, con igual presión sobre el uno que sobre el otro y derramando sobre ambos, como un verdadero rayo de sol la límpida luz de su mirada directa y franca, como quien siente un poco de cansancio subió las escaleras del salón.

Mucho cuidado con Magdalena me decía en medio de una angustia en la cual se destacaban perspicacias que me atormentaban. Después, enjugaba sus mejillas con rabia, y me culpaba de aquel exceso de invencible debilidad contra la cual se rebelaban los vigorosos instintos de su naturaleza. También tiene usted la culpa de que yo llore. Vea qué sereno está Oliverio.