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Lloró con los ojos cerrados. La vida volvía entre aquellas olas de lágrimas. Oyó la campana de un reloj de la casa. Era la hora de una medicina. Era aquella tarde el encargado de dársela Quintanar y no aparecía. Ana esperó. No quiso llamar y se inclinó hacia la mesilla de noche. Sobre un libro de pasta verde estaba un vaso. Lo tomó y bebió.

«En hora buena que nos combatan de órden tuya encrespadas olas y violentos torbellinos.

El choque de las olas hacía temblar las rocas, y su ruido iba repercutiendo en todos los agujeros y anfractuosidades de la gruta. Mira, mira le dije a Recalde. Mi amigo, temblando, murmuró: Shanti, volvamos atrás. No, no le contesté yo . Aquí debe haber un agujero por donde viene la luz. El tronco de árbol del borde de la cornisa indicaba que en otro tiempo había andado por allí gente.

Los ojos del joven tropezaron con un patache que trataba de entrar en el puerto, y bailaba como un casco de nuez sobre las olas. Aquella entrada le interesó desde luego. Siguió todas las peripecias con viva atención, como si en ello le fuese algo. Al cabo de un cuarto de hora, cuando ya estuvo atracado al muelle, sintió de nuevo la espuela de su pensamiento.

El fenómeno es todavía más admirable cuando el mar está agitado. Entonces son las olas las que parecen luminosas, como si no fuesen de agua, sino de fósforo líquido.

Avanzaba pesadamente, con fatigoso cabeceo, como movido por las olas de un mar irritado. La multitud lanzó un rugido. La música rompió a tocar. ¡Vítol el pare San Bernat! Pero la música y las aclamaciones quedaron ahogadas por un estrépito horripilante, como si la isla se abriera en mil pedazos, arrastrando la ciudad al centro de la tierra. La plaza se llenó de relámpagos.

Ni el mismo Marcial sabía a dónde nos dirigíamos. La obscuridad era tan fuerte, que perdimos de vista las demás lanchas, y las luces del navío Pince se desvanecieron tras la niebla, como si un soplo las hubiera extinguido. Las olas eran tan gruesas, y el vendaval tan recio, que la débil embarcación avanzaba muy poco, y gracias a una hábil dirección no zozobró más de una vez.

Las florecillas que cubrían el techo de la cabaña, en imitación de los jardines de Semíramis, se acercaban unas a otras, mecidas por las auras, a guisa de doncellas tímidas que se confían al oído sus amores. La mar impulsaba blanda y pausadamente sus olas hacia los pies del duque, como para darle la bienvenida. Oíase el canto de la alondra, tan elevada que los ojos no alcanzaban a verla.

El mar se rizaba blandamente sonriendo a la privilegiada villa, y el sol asomaba majestuosamente su disco por detrás de las olas, dispuesto a dar gusto siquiera una vez en su vida a los honrados peñascos. Porque desde tiempo inmemorial se sabía que apenas se preparaba una fiesta en Peñascosa, el sol tomaba las de Villadiego y dejaba que las nubes diesen buena cuenta de ella.

La barca se arrastró primero mansamente sobre la tranquila superficie de la bahía; después ondularon las aguas y comenzó a cabecear: estaban fuera de puntas; en el mar libre. Al frente, el oscuro infinito, en el que parpadeaban las estrellas, y por todos lados, sobre la mar negra, barcas y más barcas que se alejaban como puntiagudos fantasmas resbalando sobre las olas.