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Mis francesitos se ponen a decir no qué insolencias obscenas a la mujer de Gil, cuando salen los mozos, me les agarran, y con morriones y todo..., ¡plaf!..., al horno... Pero ahí viene la Sra. Condesa, que estaba en el oratorio con las niñas.

Siguió más tarde con los dichos groseros y de doble sentido, y concluyó por las frases obscenas vertidas en todos los instantes del día en los oídos de la niña. Tampoco logró el resultado propuesto.

Además contaba con un «padrino», un viejo protector, antiguo magistrado, que sentía debilidad por la guapeza de los toreros jóvenes, y cuyo trato indignaba a la señora Angustias, haciéndole soltar las más obscenas expresiones aprendidas en sus tiempos de la Fábrica de Tabacos. El Zapaterín lucía ternos de lana inglesa bien ajustados a la esbeltez de su cuerpo, y su sombrero era siempre flamante.

Escuchó, entonces, los más imprevistos discursos, obscenas historias de convento, fablas chocarreras de clérigos amancebados; oyole decir al canónigo Zapata que el Papa era un asno; oyole contar al capitán Palominos, con cínico donaire, que en la campaña de Portugal, después de un día entero de combate, sus soldados, penetrando en una iglesia de Oporto, se bebieron el agua de las pilas, y que a él, por ser el capitán, le ofrecieron el aceite de la lámpara del Santísimo.