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¡Alto ahí! exclamó Malespina . Esa es grilla, caballerito. ¿Cómo puede ser que con música y baile se curen las heridas? Usted lo ha dicho. ; pero eso no ha pasado más que una vez, ni es fácil que vuelva a pasar. ¿Es acaso probable que vuelva a haber una guerra como la del Rosellón, la más sangrienta, la más hábil, la más estratégica que ha visto el mundo desde Epaminondas?

«No le digo que ni que no, D. José. Veremos. Tengo la mar de compromisos... Pero ya sabe usted que haré los imposibles por servirle... Usted me manda».

Si ella es buena, no le querrá a Vd. para marido, ni siquiera para amante; pero, por amor de Dios, no sea Vd. clérigo tampoco. La Iglesia ha menester de otros hombres más serios y más capaces de virtud para ministros del Altísimo. Por el contrario, si Vd. ha sentido una gran pasión por esta mujer de que hablamos, aunque ella sea poco digna, ¿por qué abandonarla y engañarla con tanta crueldad?

Pero aunque hombre prudente y experto en los negocios, la viuda no se los apreciaba ni aun quería oirlos. Al fin y al cabo, entre él y Salabert existía enorme distancia: el uno era un negociante vulgar, el otro un genio de la banca. Sin embargo, éste asentía con sonidos inarticulados a las indicaciones bursátiles del dueño de la casa. Pepa no se fiaba.

Sin conexión alguna con el Buró de Educación del Gobierno de Filipinas he discurrido en la forma en que acabo de hacerlo, no para defender las escuelas laicas de una acusación injusta e injustificable, no para atacar a personas ni a ideales religiosos ni políticos, sino para contribuir a extirpar una de las bases, una de las causas más fuertes de la criminalidad, de la corrupción, de la formación de individuos inútiles y nocivos a la sociedad: ¡la superstición!

Á mi vez suplico yo también á V. que no entremos en cuestiones inútiles. Yo no he venido aquí á discretear ni á filosofar. Yo no discreteo ni filósofo. Digo lo que es cierto. El pecado no fué un acaso; no fué algo independiente de nuestro libre albedrío.

Como no nos desviemos mucho, ni no nos tardemos mucho, sea en buen hora respondió la vieja.

Cosa rara en una joven; gustaba de los libros serios y se perecía por los históricos. Había leído tres o cuatro veces la «Historia» de Alamán, y solía atreverse contra los juicios del célebre escritor, no sin gran disgusto de mi tía Pepa, para quien los dichos de don Lucas eran un evangelio. Discurría de historia patria con mucha donosura, sonriendo, sin fatuidades ni alardes de saber.

Por eššo les hablo por parabolas; porque viendo no veen, y oyendo no oyen, ni entienden. Demanera que še cumple en ellos la prophecia de Išaias, ÿ dize, De oydo oyreys, y no entendereys, y viendo vereys, y no mirareys. Mas bienaventurados vueštros ojos, porque veen: y vueštros oydos porque oyen. Oyd pues vošotros la parabola del ÿ šiembra.

Ni tampoco desaparecía cuando, muy entrada la noche, me encontraba solo en mi salón desierto, iluminado únicamente por el resplandor del fuego que ardía en la chimenea y la luz melancólica de la luna, y trataba de representarme escenas imaginarias que me prometía fijar al día siguiente en páginas de brillante descripción.