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Aresti le abrazó. Realmente, el grande hombre no gozaba de buena salud. Había adelgazado mucho, su barba era casi blanca, los ojos los tenía hundidos, y en su rostro enjuto se marcaban los pómulos con agudas aristas, pareciendo la nariz más grande y pesada.

La vieja le saludaba con cariño y respeto, viendo en él la gloria de la familia. Sus ojos lacrimosos y enrojecidos le miraban acariciadores, pero al mismo tiempo no se atrevía a tenderle los brazos, a poner en él sus manos negras y huesosas, con los dedos cargados de sortijas de latón. Su nariz de bruja y su barbilla saliente asomaban bajo un pañuelo rojo que la oprimía las sienes.

Sus ojos fulminaban rayos, su curva nariz, afilándose y tiñéndose de un verde lívido, parecía el cortante pico del águila majestuosa: moviose convulsivamente su barba picuda, reliquia de la antigua casta celtíbera a que pertenecía, hizo ademán de querer hablar; mas con gesto majestuoso semejante al de las reinas de la dinastía goda cuando mandaban hacer alguna gran justicia, señaló a la otra condesa, y desdeñosamente dijo: Vámonos de aquí.

Acercósele Jacinta, mostrándole severidad y conteniendo la risa... pidiole cuentas de sus horribles crímenes. ¡Arrancar la cabeza a las figuras!... Escondía el Pituso la cara muy avergonzado, y se metía el dedo en la nariz... La mamá adoptiva no había podido obtener de él una respuesta, y las acusaciones rayaban en frenesí.

¿Yo graciosa?... ¡de ningún modo! Continúe usted su camino; entretanto yo voy a atravesar rápidamente el huerto para avisar a Martín. Iba a marcharse; de improviso se detiene pero se pone el índice sobre la nariz y dice: Espere; voy a pasar al otro lado para ir con usted.

«Y con efecto añadió tocándose la punta de la nariz con la ídem del dedo índice ; dicen, y yo estoy en que será verdad, que para el año que viene se hará aquí una capilla... ¡Qué guapa era la señorita! ¿No es verdad?».

Este, más musculoso, contuvo la mano ofensora, la inmovilizó con dura presión, al mismo tiempo que sonreía de un modo lúgubre. Los ojos se lo empequeñecieron, volviendo sus vértices hacia arriba con el crispamiento de la sonrisa. Eran unos ojos asiáticos. Su nariz se ensanchó con una aspiración caballuna. Así debieron sonreir en sus malos momentos los remotos abuelos de la princesa Lubimoff...

Había vuelto a encontrar mi alegría y hablaba sin cesar, divertiéndome en imitar el modo y la voz de uno de nuestros invitados cuyos defectos exteriores me habían llamado la atención. Reina, eres muy mal educada decía Blanca. Habla así respondí, apretándome la nariz para imitar la voz de mi víctima.

Y como debió sentir el huelgo, a uso de buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad y con la gran agonía que llevaba, asiéndome con las manos, abríame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz, la cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón, con el enojo, se había aumentado un palmo. Con el pico de la cual me llegó a la gulilla.

La mujer que eligió por esposa era una jovencita, casi una niña, linda, vivaracha, nariz arremangada, más alegre que unas castañuelas, perezosa y juguetona como una gatita.