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El señorito de Limioso, no desmintiendo su vieja sangre hidalga, aguardaba sosegadamente, sin fanfarronería alguna, pero con impávido corazón; el abad de Boán, nacido con más vocación de guerrillero que de misacantano, apretaba con júbilo la pistola, olfateaba el peligro, y, a ser caballo, hubiera relinchado de gozo; el Tuerto, encogido y crispado como un tigre, se situaba detrás de la puerta a fin de destripar a mansalva al primero que entrase.

¿Es de aquel lugar vuestra merced? Soy de Tornadizos; pero llévame, al fin de los años, el deseo de presenciar un auto de la fe. Además, el capellán de las Clarisas es algo pariente mío, y quiero visitalle. Bien, bien... Yo soy de aquí mesmo, quiere decir de la nava. Allí he nacido e vivido los años que tengo, que son para esta Pascua de Navidad sesenta y tres cabales.

Don José había nacido para empleado; su escasa inteligencia no le permitía el lujo de tener ideas propias, y además carecía de carácter e iniciativa para exponerse a ser mártir por meterse a reformar rutinas.

Los que oyeron la palabra de Doña Guillermina, que se expresaba al igual de los mismos ángeles, ¿cómo podían confundirla con quien decía las cosas en lenguaje ordinario? Había nacido ella en un pueblo de Guadalajara, de padres labradores, viniendo a servir a Madrid cuando sólo contaba veinte años. Leía con dificultad, y de escritura estaba tan mal, que apenas ponía su nombre: Benina de Casia.

El viejo Brull no quiso tolerar por más tiempo las calaveradas de su hijo y le hizo abandonar los estudios. No sería abogado: al fin no era necesario un título para ser personaje. Además, se sentía achacoso; le era difícil vigilar en persona los trabajos de sus huertos, y necesitaba la ayuda de aquel hijo que parecía nacido para imponer su autoridad a cuantos le rodeaban.

O los estudios son fáciles o son dificultosos: si lo primero, poca gloria se gana en aprender, y si lo segundo, ¿hemos nacido acaso para andar a cachetes con los libros en el mundo?

Según se iba pareciendo más a cualquier recién nacido, perdía aquella semejanza que consigo mismo le había encontrado Bonis en el primer momento. Empezaba Reyes a desorientarse. Además, tuvo que renunciar a llamarle Bonifacio o Pedro, porque Emma desde luego empezó a exigir que se le llamara Antonio, aun antes de bautizarle.

Lope, como bien nacido y como liberal y compasivo, le levantó y le volvió todo el dinero que le había ganado, y los diez y seis ducados del asno, y aun de los que él tenía repartió con los circunstantes, cuya extraña liberalidad pasmó a todos; y si fueran los tiempos y las ocasiones del Tamorlán, le alzaran por rey de los aguadores.

No era dueño ni de los pantalones que tenía puestos, y eso que parecía que habían nacido ajustados a sus piernas; ¡tan bien le sentaban! No tenía dos reales que pudiera decir que eran suyos. ¿Qué hacer? ¿Renunciar para siempre al ideal?

Por imposible debéis tenerla, dijo llorando y acongojada Florela; y no es vuestra la desventura, que así os hiere a vos como a mi señora, sino de mi señora, que para ser desventurada ha nacido, y tan sin merecerlo, que en ella la hermosura, con ser tan grande, es lo menos, y más la hermosura es de su alma; que Dios ha hecho para la nobleza, para la honestidad y para la virtud.