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Contaba extraños servicios suyos, y a título de soldado entraba en cualquiera parte. Decía el de la ropilla y casi gregüescos: -La mitad me debéis, o por lo menos mucha parte, y si no me la dais, ¡juro a Dios...! -No jure a Dios -dijo el otro-, que en llegando a casa no soy cojo, y os daré con esta muleta mil palos.

«El mendigo de la pierna se irá al Cielo derechito, con su muleta, y muchos de los ricos que andan por ahí en carretela, irán tan muellemente en ella a pasearse por los infiernos. Yo le pido a Dios que me la más asquerosa de las enfermedades, y... no me quiere hacer caso; siempre tan sana. Paciencia;

Tomó la muleta de manos de Garabato, que se la ofrecía plegada desde dentro de la barrera, tiró del estoque que igualmente le presentaba su criado, y con menudos pasos fue a plantarse frente a la presidencia, llevando la montera en una mano. Todos tendían el pescuezo, devorando con los ojos al ídolo, pero nadie oyó el brindis.

Apenas dio un pase creyó llegado el momento decisivo, y se cuadró, con la muleta baja, llevándose la empuñadura del estoque junto a los ojos. El público protestaba otra vez, temiendo por su vida. ¡No te tires! ¡No!... ¡Aaay!

Como un censo redimible sólo por la muerte, se habían impuesto los dueños de la tienda la obligación de mantener y dar albergue a don Eugenio, el cual, siguiendo sus costumbres independientes de solterón áspero y malhumorado, entraba y salía sin decir una palabra; comía lo que le daban; en los días que hacía buen tiempo paseaba por la Alameda con un par de curas tan viejos como él, y cuando llovía o el viento era fuerte, no salía de la plaza del Mercado e iba de tienda en tienda con su gorra de seda, su capita azul y su bastón muleta, para echar un párrafo con los veteranos del comercio reposado y a la antigua, cuyas excelencias eran el tema obligado de la conversación.

Apoyó la punta del estoque entre los dos cuernos, mientras con la otra mano agitaba la muleta, para que la bestia, atraída por el trapo, humillase la cabeza hasta el suelo. Apretó la espada, y el toro, al sentirse herido, agitó el testuz, repeliendo el arma. ¡Una! gritó la muchedumbre con burlesca unanimidad.

Un enjambre de chicos rodeaba el altar portátil de San Rafael, que parecía un ascua de oro; otros se mantenían derechos por los contornos del presbiterio, bajo la vigilancia del cura, que no cesaba de dar vueltas, administrando equitativas correcciones con su muleta al que no se estaba quieto.

Junto a doña Sol mostrábase el marqués con dos de sus hijas. Anduvo Gallardo junto a la barrera con la espada y la muleta en una mano, seguido por las miradas de la muchedumbre, y al llegar frente al palco se cuadró, quitándose la montera. Iba a brindar su toro a la sobrina del marqués de Moraima.

Además, la bravura de los toros y la gran mortandad de caballos había puesto al público de buen humor. Marchó Gallardo hacia la fiera, descubierta la cabeza luego del brindis, con la muleta por delante y moviendo la espada como un bastón. Detrás de él, aunque a una distancia prudente, iban el Nacional y otro torero.

Protegido por el cariño maternal, el príncipe Fénix creció tan provechosamente, que a los veinte años era el más gallardo infante. Veneraba a sus mayores, amaba al pueblo y sabía derecho, astrología y alquimia. Vivía aún el viejo rey. Estaba tan achacoso que para caminar tenía que apoyarse en su cetro de oro macizo como en una muleta.