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¡Ah! bien, bien... pero usted no está en peligro de muerte, gracias al Señor... en San Sulpicio, confesonario de la derecha, entrando... a sus órdenes siempre, señora mía. Volveré, volveré a ver a nuestra enfermita... no hay que llorar.... ¡Parece usted una Magdalena! Aquella tarde Lucía bajó como de costumbre al jardín.

En cuanto a Juan, hacía lo posible por soportar valerosamente su sufrimiento moral, para que nadie lo sospechase; ¿no debía, acaso, acostumbrarse a la idea de ver a otro al lado de la que amaba? Para escapar a su suplicio, no tenía siquiera el derecho de huir: todo lo ataba a aquella casa, en aquel momento en que dos sombras amenazadoras se cernían sobre ella: la ruina y la muerte.

He sufrido tanto, sufro todavia tan cruelmente imirame! ila muerte no te ha cambiado tanto, como yo debo parecerlo a tu vista! tu me amaste demasiado tiernamente y mi amor era digno del tuyo. No hemos nacido para atormentarnos uno y otro de este modo por culpable que haya sido nuestro amor.

Aquel temor se mezclaba con otro más cruel, el de que mi padre sintiese acaso más comprometida su salud de lo que quería dejar ver. ¡Cómo! Siempre está presente la muerte; en todas las vueltas del camino, en las horas más serenas de la mañana como en el ocaso de la vida, aparece con su misterio y su terrible silencio.

Últimamente, después que se hubo bien desahogado, se salió de la estancia sin dejar de ladrar y gruñir y vomitar amenazas de muerte. A la segunda vez que Sánchez le presentó el cartón no se satisfizo con esto. Lo cogió airado entre los dientes y en menos de un segundo lo hizo trizas. Sánchez comprendió que era necesario esperar que se calmase aquella cólera insensata.

Y mil veces la estuvo repitiendo en su interior con una sublime congoja en que le parecía que el alma quería salírsele por la boca. Pero su boca seguía muda. Quería gritar, romper en alabanzas de Jesús, desahogar los ímpetus fervorosos de su pecho, y no le era posible. Sentía una extraña opresión que la mataba con una muerte celestial que no trocara por cien vidas.

El argentino quiso reir, como si dudase de la posibilidad de su muerte, acogiendo tales palabras con gestos alegres... Pero desistió de su fingido regocijo al ver que el contratista continuaba hablando con voz grave.

Alfonso y su esposa están en Suiza; les he escrito que se vengan, para no estar sola y sin apoyo contra esta muerte que yo no puedo creer sin desesperarme, por más que la vea todos los días retratada en las facciones de mi querida y santa hija. 1.º de julio de 1824.

Aquélla le daba con un abanico aire, que el enfermo instintivamente trataba de recoger. Ofrecía ya en su fisonomía todos los signos de la muerte. D.ª Eloisa, al sentir el ruido de la puerta, volvió su rostro bañado de lágrimas, e hizo seña al sacerdote para que se aproximase. Hace un cuarto de hora que está en el ataque dijo con voz de falsete.

Cuando la esposa de Salcedo supo el terrible desenlace del proceso, convocó a sus deudos y les dijo: Mis riquezas han traído mi desdicha. Los que las codician han dado muerte afrentosa al hombre que Dios me deparó por compañero. Mirad cómo le vengáis.