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No se opuso a su erección porque jamás contrariaba los gustos de su esposa, pero se reservaba el derecho de no contribuir a su esplendor. Pocas veces se le veía en aquel círculo, y cuando se dejaba ver sólo era por cortos momentos.

La calma es completa, mas, en el horizonte, aparecen pálidos relámpagos; á pesar del silencio que reina, óyese por momentos un ruido sordo que parece se detiene. El mar se estrella contra la playa gimiendo y suspirando, y á veces, de su fondo, se escapa un sordo rumor... Prestad atención á esto: es la llamada del mar. Esto basta para poner en guardia al pájaro.

Aquello era él, , él, el hijo que estaba allí, que se anunciaba con el dolor de la madre, con esa solemnidad triste y misteriosa, grave, sublime en su incertidumbre, de todos los grandes momentos de la vida natural.

Tu padre, á pesar de sus faltas, tenía corazón de león y pocos hombres le hubieran mirado á la cara en sus momentos de cólera. ¡Pero ! ¿Sabes lo que le costaste á él y lo que me has arrebatado á ?

Luisa, en los momentos de peligro al pasar los ríos bajo el fuego enemigo, al tomar una batería a la bayoneta , apretaba el brazo de Gaspar como para defenderle.

Era él... Y la viuda, ante la realidad, no experimentó la emoción de momentos antes. No podía dudar. Era Teulaí, el bárbaro de sonrisa traidora, que la miraba con aquellos ojos más molestos y crueles que sus palabras. Contestó con un ¡hola! desmayado, y ella, tan grande, tan fuerte, sintió que las piernas le flaqueaban y hasta hizo un esfuerzo para que el niño no cayera de sus brazos.

Para los momentos en que Tellagorri estaba un tanto excitado o borracho, tenía otra canción bilingüe, en que se celebraba el abrazo de Vergara y que concluía así: ¡Viva Espartero! ¡Viva erreguiña! ¡Ojalá de repente ilcobalizaque Bere ama ciquiña! Este adjetivo, dirigido a la madre de Isabel II, indicaba cómo había llegado el odio por María Cristina hasta los más alejados rincones de España.

Va recobrando el conocimiento respondió Cecilia, que, habiéndose lanzado hacia Enrique, le hacía respirar un pomo de sales y le prodigaba los más tiernos cuidados. ¡Ah! exclamó el general; ya abre los ojos. Cecilia se retiró apresuradamente; entró en su aposento seguida de su madre, y algunos momentos después el general fue a buscarlas.

Cuando las primeras llamas, casi invisibles, lamieron sus plantas, Aixa, alzando los ojos al cielo, fijó su mirada en el delgado creciente de la luna, que brillaba apenas, por encima de la ciudad, entre nubecillas de oro. Los leños, atizados con fuelles enormes, comenzaron a chisporrotear. El humo se inflamaba por momentos, formando lenguas amarillentas y fugaces que se perdían en el espacio.

Después que hubo descansado unos momentos el magnate, bajó a comer en traje de tiqueta. Cosío lo mismo. Don Rosendo había cambiado la hora española de comer por la francesa. Al verle entrar de aquel modo, la familia se turbó. Sin duda Belinchón, su hijo y su yerno habían dado una pifia no poniéndose el frac. Venturita se lo hizo notar ásperamente a su marido en voz baja.