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Vaciló todavía el señor Gabriel Cornejo, pero una mirada decisiva y un ademán enérgico de Montiño, le decidieron; se despidió hipócritamente deshaciéndose en disculpas, y cuando ya estaba cerca de la puerta, el cocinero del rey, como obedeciendo á una idea súbita, le dijo: Esperad. Cornejo se volvió lleno de esperanza. ¿Vais á ver á la señora María?

Aun estáis a tiempo, porque ahora no os ven dijo el gitano, que ya estaba a flote con su caballo. Y los contrabandistas interrogaban cada roca con desesperación, y el fraile, con la mirada fija y el rostro lívido, hizo un movimiento de horror pensando en la proposición del maldito... Después, no obstante, pareció vacilar.

Y dejó los hombros de don Juan y se acercó á la mesa. ¿Qué haces? dijo don Juan. ¡Tengo sed! ¡una sed que me devora! contestó Dorotea fijando una mirada indescribible en la pera adornada con el lazo rojo y negro que se veía en medio de la mesa. Y tomó una botella y llenó de vino una copa.

Interpretando la mirada impasible del hombre como una aprobación, se apresuró á servirse una tercera copa, paladeando su contenido, mientras la sostenía con mano temblona. La interrumpió Robledo, diciendo lentamente: Usted se llama Elena, y si la apodan «la Marquesa», es porque alguien la conoció cuando estaba casada con un marqués italiano.

Entonces, pude observar que el gallardo oficial me distinguía entre todas, y que aprovechaba cuantas ocasiones se le presentaban para venir a visitar a su hermana en el cabildo; yo misma sentía también cierto efecto hacia aquella noble expresión, aquella gracia militar, aquella franqueza de su mirada, y aquel su altivo ademán que no parecía amable más que a mi lado.

Llegó un momento, sin embargo, en que su corazón herido, deshecho, ya no pudo más. Se secaron las lágrimas repentinamente y un día en que su marido enloquecido se desbordaba en palabras ultrajantes le clavó una mirada larga, fría, despreciativa que le dejó paralizado. «Mi mujer me odia», se dijo estremecido. Y desde entonces aquella idea no se apartó de su mente.

Es allí donde los definitivos resultados, los lógicos y naturales frutos del espíritu que ha guiado a la poderosa democracia desde sus orígenes, se muestran de relieve a la mirada del observador y le proporcionan un punto de partida para imaginarse la faz del inmediato futuro del gran pueblo.

Con la vil humildad de todo enamorado en desgracia, fue al poco rato tras de ella, a pesar de las sugestiones de una falsa energía que le aconsejaba mostrarse altivo e indiferente. Sus piernas le llevaron con irresistible impulso a las cercanías del salón, y contempló a Maud con los naipes en la mano, el entrecejo fruncido y la mirada dura ante sus compañeros de juego.

No sería millonario, no soñaría con palacios en el Ensanche y brillantes trenes de lujo; pero al llegar a la vejez se pasearía por una tienda acreditada, con zapatillas bordadas, gorro de terciopelo y la prosopopeya de un honrado patriarca, viendo a los hijos talludos tras el mostrador, como activos dependientes, y a Tónica, hermosa a pesar de los años, con el pelo blanco y los ojos de dulce mirada animándole el arrugado rostro.

Solo, inteligente, ávido de saber y con tiempo libre, Lázaro estudió y observó cada vez con más ansia. Todas las perspectivas en que puede dilatar su mirada el entendimiento humano fueron presentándole dificultades e incertidumbres, y en confuso desorden invadieron su espíritu impresiones contrarias, dándose al mismo tiempo a su razón ideas justas y apreciaciones erróneas. De cada sistema recogió una palabra distinta, y de ninguno la verdad: unos le atormentaban con sus fraseologías de tecnicismos ingeniosos que dan nombre de cosas reales a creaciones del espíritu, afirmando lo que no demuestran; otros le decían que el hombre es fuerza y materia nada más, un reloj con cuerda para cierto número de años, que suele por su genio adelantarse al tiempo en que vive, que se retrasa por la ignorancia, que puede arreglarse cuando se descompone, pero que al fin se rompe; unos todo lo fundan en ideas, otros todo lo basan en hechos. Y cuando tales pensamientos le absorbían, parecía que una vocecilla burlona, desde un rincón de su cerebro, se le acercaba al oído, aconsejándole que arrojase los libros y se dejara de filosofías y estériles monólogos, que no habían de darle un grano de trigo ni una gota de agua.