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Habíalos estado escuchando muy atentamente, apoyado en su ballesta, un robusto flamenco de penetrante mirada y atezado rostro, cuyo traje y porte revelaban á un oficial subalterno de las tropas del Brabante.

Hermana Balî la empujaba dulcemente; Julî resistía, pálida, con las facciones desencajadas. Su mirada decía que veía delante de á la muerte. ¡Bien, volvamos si no quieres! exclamó al fin despechada la buena mujer que no creía en ningun peligro real. El P. Camorra, apesar de toda su fama, no se atrevería delante de ella.

Y si soy un miserable, ¿por qué me amas? ¡Don Juan! exclamó Dorotea con la voz trémula, ardiente, opaca, y la mirada ansiosa, fija, concentrada en los ojos del joven ; ¡don Juan! ¡mira no mientas involuntariamente! No, no; te amo dijo don Juan estrechándola contra su seno. Dorotea pugnó por desasirse. Sólo á ti amo murmuró el joven en su oído. Dorotea rompió á llorar.

Las manos enlazadas, juntas las sienes, la mirada húmeda y anhelante, fija en el disco de la luna, dejáronse arrastrar ambos dulcemente al mundo de las quimeras deliciosas y se repitieron con acento arrobador lo que mil veces se habían dicho ya. El blanco manto de armiño conservó su huella hasta que el sol vino a borrarla.

Su inocente sonrisa, su frente soñadora, toda su persona, en fin, recordaba el antiguo lied del minnesinger Erbart, cuando dice: «He visto pasar un rayo de luz, y mis ojos se hallan aún deslumbrados... ¿Era una mirada de la Luna a través del follaje?... ¿Era una sonrisa de la aurora en el fondo de los bosques?... No... Era la hermosa Edit, mi amor, que pasaba... La he visto, y mis ojos se hallan aún deslumbrados

Ven aquí, dijo designando á un pequeño, serio y gordo, de mirada penetrante y cejas fruncidas, que había estado chupándose un dedo mientras escuchaba gravemente la conversación . Te confiero el poder de juzgar á tus iguales.

Sus ojos tornaron al cabo a brillar sonrientes, y una ola de leve carmín se esparció por sus mejillas. Dio algunos pasos con pie vacilante y se paró al fin a la puerta de la alcoba. Con una mirada intensa abrazó cuanto en ella había. El lecho del sacerdote era pequeñito, de madera blanca; blanca también la colcha que lo cubría; las almohadas y las sábanas finas, pero sin encajes.

Desde entonces comienzan a contraer la costumbre de las reservas y los misterios; toda palabra pronunciada en la mesa, por inocente que sea, tiene para ellos un sentido particular más grave; toda mirada que cambian es para ellos la señal de una inteligencia secreta.

Vivían juntos, ambos solteros y entregados al cuidado despótico de D.ª Mariquita, ama de llaves y dueño absoluto de sus vidas y haciendas. D. Juan, a fuerza de pasear su mirada severa y majestuosa por el mar de cabezas que se extendía desde la valla hasta la puerta del templo, tropezó con la calva reluciente del pigmeo de su hermano.

El Omnipotente examinó al diminuto personaje con un regocijo mal disimulado. Se fijó en sus robustos hombros, su cabeza enorme y su amplia frente. Su mirada era orgullosa y sus labios se contraían con una mueca en la que se mezclaban el menosprecio y la adulación. Tenía á la vez algo de comediante y de rey. No parecía intimidado el chicuelo por la presencia del Creador.