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Era alto, seco, nervioso, de mirada inteligente y dura, y de tez morena oscurecida por el paño de la mal rapada barba. Vestía una sotana morada, ya deslucida por el uso. Llevaba en el pecho una cruz y en el dedo un anillo de gruesas amatistas. Le seguían, como doble sombra negra, otros dos eclesiásticos, y era al mismo tiempo, sin que una cualidad dominara a la otra, antipático y respetable.

El cantor oyó la grita sin turbarse; viósele de improviso sobre el caballo, echando una mirada escudriñadora sobre el círculo de soldados con las tercerolas preparadas, vuelve el caballo hacia la barranca, le pone el poncho en los ojos y clávale las espuelas.

¡María de la !... ¡Mariquilla!... Era el mismo acento dulce y suplicante que al verse en la reja, y sin saber cómo, volvió ella sobre sus pasos, acercándose tímidamente, fijando su mirada lacrimosa en los ojos de su antiguo novio. También él estaba triste. Una gravedad melancólica parecía darle cierta elegancia, afinando su áspero exterior de hombre de lucha. María de la murmuró.

Y saludó, no atreviéndose á ofrecer la mano á Clementina, tanto era su miedo de embrollar las cosas. Mauricio y Herminia hicieron un movimiento para acompañarle, pero la señorita Guichard detuvo á su sobrina por medio de una imperiosa mirada. Hasta luego, dijo Roussel; y salió con Mauricio.

El observador hubiera visto moverse sus labios, deletreando en silencio la lectura mística, mientras dirigía con súbita mirada los ojos hacia la puerta, los tornaba en derredor, miraba á Clara sin fijeza, y, por último, se quedaba con la vista fija en el espacio, como cuando nos abandonamos á la contemplación de lo que no está junto á nosotros ni donde estamos nosotros.

El instinto de la vida, porque lo contrario era su muerte, le dio alientos para asomar los ojos al abismo y medir con la mirada su verdadera profundidad.

Este despertó por , pero su despertar fue tremendo. Tenía inmóviles los músculos de la cara; paralizada la lengua que no podía pronunciar palabra alguna; la mirada incierta, y las extremidades del cuerpo rígidas y frías como el mármol. Ramón, desolado y lleno de terror, acudió en busca de D. Anselmo y llamó a D. Acisclo para que acompañase a su sobrino.

Los acreedores entraron en razón; guardaron secreto acerca del estado de sus negocios: sólo exigieron que Clementina firmase, en unión con su marido, los pagarés renovados. Poco después, la suerte favoreció un poco en la Bolsa a Osorio y pudo aletear como antes, aunque bajo la mirada recelosa de los hombres de dinero, que le pronosticaban unánimemente la quiebra más tarde o más temprano.

Llegaba, y ella venía en el acto hacia él con las manos tendidas, la sonrisa en los labios y el corazón en los ojos. Todo en ella decía: «¡Procuremos amarnos, y si podemos, amémonosEl miedo lo embargaba. Apenas se atrevía a tocar aquellas dos manos que iban al encuentro de las suyas. Trataba de evitar aquella mirada que cariñosa y risueña, inquieta y curiosa, buscaba la suya.

Núñez con astucia cambió en seguida la conversación. Las señoras dieron permiso para encender los cigarros y, con asombro de Elena, la condesa aceptó un cigarrito de tabaco turco que Narciso le ofreció. ¿Y dónde anda ahora Menelao, amigo Gustavo? preguntó con sonrisa insolente el vizconde de las Llanas. Núñez se turbó levemente y echó una rápida mirada de reojo a Elena.