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Hubo otra pausa. Se quedó pensativo y miró dos o tres veces de soslayo a su hermana, como si no se atreviese a manifestarle lo que cruzaba por su mente. Al fin se aventuró a decir: Todavía tengo que pedirte otro favor, Julita. Ya cuál es: que escriba a Maximina, ¿verdad? ¡Qué talento tan prodigioso!

Después se volvió a casa, y fue cuando Julita le mostró la carta de Maximina. Los padrinos de los contendientes tardaron un día entero y emplearon toda la saliva de sus gaznates en discutir las condiciones del desafío. El punto más arduo era el de la elección de armas. El conde de Ríos, fundándose en que su apadrinado era el retado, creía tener derecho a elegirlas, y lo sostenía con gran calor.

No se mostró todo lo suelto y airoso que fuera de desear, por lo cual tuvo que escuchar algunas carcajadas reprimidas; pero las llevó con paciencia, y a los pocos minutos ya no se fijaba en él nadie... nadie más que Maximina, que le decía en voz baja: «Levante V. más los brazos.» «No salte V. tantoConsejos todos muy oportunos, que el joven iba siguiendo al pie de la letra.

Un día vino orden de arriba para trasladar a esta hermana a otro convento, y se marchó secretamente sin despedirse. ¿Quién se lo dice a Maximina? se preguntaron todas las colegialas.

Maximina levantó los ojos hacia la cocinera y luego los volvió hacia Miguel con una expresión entre cándida y maliciosa, sospechando alguna broma. Cuando mi amigo se dirigió a ella preguntándole cómo estaba de salud, no le contestó más que ¡hum! sin levantar la cabeza siquiera.

Aunque su experiencia le insinuaba lo primero, una voz interior le decía lo contrario; y atendiendo a ella, contentose con acariciar tierna y noblemente aquella mano que con tal candidez le entregaban. La tertulia se deshizo al fin, y nuestro joven se fue perplejo y caviloso a la cama, proponiéndose observar atentamente a Maximina en los días siguientes.

Salió de la alcoba; no se pasaron dos minutos sin que se la oyese gritar desde la puerta: Ya he escrito, Miguel. Ahí está la contestación. Alzó los ojos y vio a la misma Maximina, a quien Julia empujaba hacia la cama. Detrás vio asomar la cara del hombre-pez, o sea de D. Valentín, el ex-capitán del Rápido, quien hacía todo lo posible por ocultarse detrás de las jóvenes.

La apretó tímidamente primero, después con más energía: al cabo la acarició con cariño, rozándola suavemente por encima. Maximina le dejaba hacer, sin soñar con retirarla, como si fuese una cosa muy natural.

Con la muchacha que más te guste..., si es que te quiere. Ahí está la dificultad..., que no me gusta ninguna. ¿Ni la de Pasajes tampoco? Miguel se turbó aún más, y dijo con palabra vacilante: ¡Qué pícara eres! Maximina me gustaba. La verdad es que sería una buena esposa... ¿Pues por qué no te casas con ella? ¿Crees ...? preguntó dirigiéndole una mirada tímida y anhelante. ¡Vaya!

Por otra parte, ¡qué sentimiento tan vivo experimentaría la pobre Maximina! En cuanto a la generala, hacía ya días que había formado propósito irrevocable de romper con ella, si bien esperaba verse lejos para llevarlo a cabo; no le acomodaba hacerlo en una entrevista por no escuchar sus quejas de codorniz romántica.