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Maximina sacó del bolsillo un crucifijo de plata pendiente de un cordón y se lo entregó ruborizada diciendo: Este crucifijo me lo regaló la hermana San Sulpicio el día de su santo: lo traigo colgado al pecho hace tres años sin quitarlo jamás... Miguel se lo arrebató con alegría. Precisamente iba yo a pedirte una medallita para colgar al cuello. ¡Cuánto me alegro que te hayas anticipado!

Muchas gracias, Maximina le dijo con acento conmovido. Es V. muy buena, y cada día... Antes que pudiese concluir, la niña se levantó, entrando en la casa. Miguel quedó saboreando una dulce felicidad que nunca hasta entonces había gustado, la de ser querido de aquel modo tan ingenuo y tan puro.

Maximina encendió la lámpara del comedor y puso el mantel sobre la mesa: Miguel la seguía con la vista: ella levantaba de vez en cuando la suya y le enviaba una sonrisa para mostrarle la confianza que tenía en sus palabras y lo feliz que la había hecho con ellas. Una vez puesta la mesa, volvieron a la cocina. Hay que limpiar esa vajilla dijo la criada con el tono agrio que siempre usaba.

Las únicas monjas a quienes respeto y admiro con todo mi corazón son las hermanas de la caridad. Maximina le miró sorprendida y no contestó. Todo el día estuvo un poco pensativa. Solían reunirse diariamente a la hora del oscurecer algunos jóvenes delante del estanquillo, aunque no en tanto número como los domingos.

Nada, señora contestó Miguel, que ese muchacho quería abrir el vestido a Maximina para enseñar una soga que dice que trae. No, madre gritó Adolfo, es que ella me pegó, porque la llamé beatona. te callas, tunante le dijo la madre encolerizada, aplicándole al mismo tiempo una soberbia bofetada que le enrojeció la mejilla. Adolfo se puso a clamar al verdadero Dios.

Porque no quería que V. se quemase. Se puso en berlina a los dueños de las prendas; se les mandó decir tres veces y tres veces no; se les hizo contentar a los presentes, etc., etc. Miguel, mientras duraban estas operaciones, no dejaba de depositar de vez en cuando algunas palabritas en el oído de Maximina.

No es decible lo que esto disgustó a Miguel, quien después de mandar el equipaje, se fue con el corazón oprimido hacia el muelle; pero antes se le ocurrió dar una vuelta por la iglesia. Como el tiempo apuraba, corrió hasta sofocarse; no vio rastro de Maximina en todo el ámbito del templo. Salió cabizbajo y llegó al vapor, que estaba pitando terriblemente en espera suya.

Un día le dio una estampita de su libro de misa, para que se la enviase de su parte. Maximina, al acusar el recibo, se manifestó tan conmovida por aquel regalo, que Julia no pudo resistir al deseo de ponerla una posdata en la carta de su hermano, dándole cariñosas expresiones.

Muchas veces se reía pensando: ¡Si el conde de Ríos me viera jugando al florón! Al domingo siguiente se bailó, como el día en que él llegara había prometido a Maximina entrar en el corro si ella bailaba. La niña, confiando en esta promesa, se decidió a ello, pero el huésped no quiso cumplir la palabra, y se quedó sentado delante del estanquillo como simple espectador.

Miguel al verlas dejó apresuradamente el paño y el plato que tenía en las manos, para que no le viesen ocupado en tarea tan poco varonil. Después de cambiar algunas palabras, Maximina, sin darse cuenta de lo que hacía, le alargó dos platos diciendo: Ya no nos quedan más que siete. Pero el joven, avergonzado y con muy mal humor, se los rechazó. Deje V... Deje V. eso.