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Un día llegó á la casa un soldado con una cédula de aposento; fué aposentado, y vivió con nosotros algunos días: Margarita cambió; se puso triste, esquivaba mi compañía, y no sólo mi compañía, sino la de todo el mundo... Yo no sabía á qué atribuir aquella tristeza; la preguntaba y me respondía sonriendo: No estoy triste. Su sonrisa desmentía sus palabras.

Entretanto, á medida que el término fatal se aproximaba, la señorita Margarita perdía la vivacidad febril de que había parecido animada desde el día en que el matrimonio quedó definitivamente arreglado. Recaía al menos por instantes, en su actitud familiar de otro tiempo, de dolencia pasiva y sombría meditación.

Mi presencia en este lugar no despertó al parecer, ninguna atención particular; creí únicamente ver pasar por la frente de la señorita Margarita, una nube de descontento, y me devolvió el saludo con notable sequedad.

Tienes razón, Lerma, tienes razón; y ahora más que nunca conozco el grande afecto que me tienes; no me gusta estar reñido con la reina. Voy... voy... adiós, Lerma, adiós. Y el rey abrió una puerta, atravesó un largo corredor, abrió otra puerta y se encontró en la recámara de Margarita de Austria. La reina leía. Al ruido de los pasos del rey volvió la cabeza.

Pues mostrad, tío Manolillo... dadme capote, que por más que lo sienta os aplaudiré... ¡pero engañarme yo tratándose de mujeres!... ¡creer yo á la buena Margarita de Austria!... si de esta vez me engaño, ni en la honra de mi madre creo... con que desembuchad, hermano, desembuchad, que me tenéis impaciente, y tanto más, cuanto tengo que haceros preguntas de dos años. ¿Quién es el rey secreto?

Pero no dejaba de gozar puerilmente con la perspectiva del baile, al cual pensaba asistir vestido de paje de los Reyes Católicos. Fué una idea que le suministró Clementina. El modelo lo sacaron de un célebre cuadro que había en el Senado. Ella estaba enamorada del retrato de D.ª Margarita de Austria, esposa de Felipe III, hecho por Pantoja.

¡Dios sea bendito! exclamó Margarita, levantando los hermosos ojos, llenos de lágrimas, al cielo, que en el amargo y negro día en que para juzgaba ya cerradas todas las puertas de la esperanza, la felicidad encuentro, no embargante el dolor que siento porque mi desdichada madre no vive, y es testigo y partícipe de mi ventura.

La señorita Margarita suspendida del brazo de Alain, estaba inclinada sobre el abismo y clavaba sobre una mirada de mortal ansiedad. Me dije en aquel momento, que sólo de dependía ser llorado por aquellos hermosos ojos, y dar á una existencia miserable un fin digno de envidia.

Por algo la avisaba el instinto, haciéndole temer la cólera del marido en los primeros tiempos de su infidelidad. Recordaba el gesto de aquel hombre al sorprenderla una noche á la salida de la casa de Julio. Era de los apasionados que matan. Y sin embargo, no había intentado la menor violencia contra ella... El recuerdo de este respeto despertaba en Margarita un sentimiento de gratitud.

Luego sacudí estos cobardes pensamientos: un violento esfuerzo me desprendió, anudéme al cuello el pequeño pañuelo hecho pedazos y gané suavemente la ribera. Al abordar, la señorita Margarita me tendió su mano temblorosa: esto me pareció recompensarme. ¡Qué locura! dijo. ¡Qué locura! Podía usted haber muerto allí ¡y por un perro! Era el suyo le respondí á media voz como ella me había hablado.