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Este se estremece; su rostro enrojecido se pone lívido; en sus ojos brilla un resplandor de espanto; tiembla, extiende los brazos como para defenderse, y retrocede, vacilando, dos o tres pasos. Martín siente que se apacigua su cólera. El deplorable espectáculo despierta su compasión. Sigue a Juan, y, reteniéndole por el brazo, le dice con voz llena de ternura: Ven, hermano; es tarde; vamos a casa.

Supongamos que en un campo visual hay un objeto de una magnitud dada, pero que no llena ni con mucho la superficie abarcada por el ojo: segun el sistema de Condillac, la vision no puede ser diferente, con tal que el color sea el mismo; de lo cual resultará que la sensacion será idéntica, ya sea que el objeto ocupe una pequeñísima parte del campo visual, ya sea que lo ocupe casi todo.

No me equivoco; aquí entró alguien. Lucido, lucido papel estoy haciendo. ¡Dios mío! ¿De qué le vale a uno el poner su honor por encima de todas las cosas? Viene un cualquiera y lo pisotea, y lo llena de inmundicia. Y no le basta a uno vigilar, vigilar, vigilar.

Una hora después de esos cantos de la civilización, y cuando todos reposábamos en nuestras hamacas, en medio de las sombras y el silencio, un himno enteramente diferente, salvaje y de una melancolía llena de misterio, de grandeza y de ruda poesía, estalló de repente, sostenido por cincuenta voces roncas y pesadamente acompasadas, en medio de un bosque secular de la vecina playa.

Queriendo despues fixar estas porciones para distinguirlas, ponemos la diferencia racional, que es el predicado comun, que llena la esencia del hombre y con que se distingue de la otra porcion de la especie contenida baxo el género animal.

Si no llena estas condiciones, será llamado con justicia un torpe plagiario. ¿Pero qué han hecho los franceses mencionados para cumplir estos requisitos racionales?

Antes de haber encontrado a Vérod, su corazón estaba oprimido, su vida llena de amargura, todos sus esfuerzos habían fracasado; pero, sin embargo, aun podía respetarse.

Pase usted, caballero le decía. Necesitan reponerse después de esta locura. Están ustedes mojados... ¡pobres! ¡cómo van!... ¡Beppa!... ¡tía! Pero pase usted. Y casi le empujaba, con cierta superioridad maternal; como una mujer bondadosa que cuida a su hijo después de una travesura que le llena de orgullo. Las habitaciones estaban en desorden.

Yo vengo aquí, sin más autoridad que la del limpio corazón enamorado de lo sublime, a rememorar, siquiera sea brevemente, la vida meritísima y gloriosa, la vida llena de infinitas ternuras y cruentos martirios de ese enorme soñador melancólico, caballero de todas las justicias, que sufrió por la patria al través de los años de su existencia, cuanto hombre puede sufrir, y cayó desplomado de su corcel de guerra, para no levantarse jamás, como un Aquiles de poema, en la trágica hermosura del combate, peleando como simple soldado por la libertad, en un luminoso mediodía de mayo.... Yo vengo aquí a recordar sus doctrinas, su bello y magnífico ideal: la República con todos y para el bien de todos, la República de «ojos abiertos» y sin secretos, la República equitativa y trabajadora, ancha y generosa, altar de sus hijos y no pedestal de ellos, la República cuya primera Ley fuera el amor y el respeto mutuo de todos los derechos del hombre, la República culta, con los libros de aprender al lado de la mesa de ganar el pan, la República con su templo orlado de héroes, la República sin camarillas, sin misterios y sin calumnias, ¡la República! y no la mayordomía espantada o la hacienda lúgubre de privilegios y monopolios irritantes; la República justa y real en donde fuera un hecho el reconocimiento y la práctica de las libertades verdaderas.

Lo mismo sucede con la famosa abadía de Westminster, llena, como San Pablo, de objetos profanos, estatuas de marinos, bustos de hombres de estado, tumbas de reyes y literatos.