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Irían juntas a la calle de Mira el Río, porque Jacinta tenía un interés particular en socorrer a la familia de aquel pasmarote que hace las suscriciones. «Ya le contaré a usted; tenemos que hablar largo». Ambas estuvieron de cuchicheo un buen cuarto de hora, hasta que vieron aparecer a Barbarita. «Hija, por Dios, ve allá. Hace un rato que te está llamando. No te separes de él.

Iba Zoraida, en tanto que se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos, por no ver a su padre, y sentía yo que iba llamando a Lela Marién que nos ayudase.

Sonaban los esquilones llamando á los fieles á misa y como atraídas por ellos pasaban mujeres viejas, vestidas de negro, con aspecto mixto de bruja y dueña, y ese tufo de ropa antigua, semejante al olor de la piedra mohosa de los templos.

Créeme: estos aires no son los mejores para hacer sangre honrada a los niños. ¡Ah, si yo pudiera hacer correr los años a mi gusto! Pero en tu mano está purificar los aires, que es lo mismo. ¡Tunante! ¿Por qué me lo llamas? Porque lo eres..., con algo más que no quiero llamarte ahora, porque te lo está llamando la conciencia con mejor derecho. ¡Injusta!

Callaban los dos, estrechamente abrazados, formando un solo cuerpo, trastornados por el ambiente de poesía con que les rodeaba la noche. Otra vez comenzaron a resonar entre las altas ramas las notas sueltas, los lamentos tiernos del solitario pájaro, llamando al amor invisible.

En cuantito lo sepa la madre, ya le está a usted llamando... váyase, váyase, criatura, si no quiere que le secuestren. Le repito que tendré mucho gusto en ello. Aquí aguardo a que me llame. La hermana entró en el cuarto, y salió a los pocos momentos. ¡No se lo decía! exclamó. Entre, entre, pobrecito, y no eche la culpa a nadie, que usted se la ha tenido. Y al mismo tiempo me empujaba suavemente.

Una noche se encaró con Pombo y le preguntó quién era esa poetisa desconocida, esa famosa Edda la Bogotana, cuyos versos, impregnados de una pasión profunda y absorbente, le recordaban los inimitables acentos de Saffo, llamando con el ímpetu del alma y el estremecimiento de la carne al hombre de sus sueños y de sus deseos.

La señorita se va y nos deja... Pues hati cuenta que pa nosotros cayó la noche encima y que no amanece más. ¿Verdad, amigos...? Vosotros bien sabéis que cuando allá por detrás de los chaparros y las matas sonaban los tiros que disparaba la señorita, cuando oíamos su voz llamando a los perros, al que más y al que menos de nosotros le bailaba el corazón dentro del pecho como si quisiera salir a su encuentro.

MÁXIMO. Este hombre... Venga usted, venga usted, tía. Señora, la señorita ha perdido la razón... Corre, huye, vuela, llamando a su madre... a los que queremos consolarla, ni nos oye ni nos ve. Ya viene. Al ver a los que están en escena, hace alguna resistencia. Suave y cariñosamente la obligan a aproximarse.

A un lado la esposa legítima; al otro, doña Manuela, la satisfacción de la carne, el alimento de su vanidad; y las dos familias de las cuales era él el punto de unión, contentas, lujosas, llamando la atención del público, todo gracias a su buena suerte/ que le permitía tirar a manos llenas los miles de pesetas.