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El gaucho levantó los hombros y contestó con frialdad, como si quisiera dar fin á este diálogo: ¡Me han atribuido tantos crímenes, sin poder probarme ninguno!... Continuó el baile en el «Almacén del Gallego» hasta las diez de la noche. En un país donde todos se levantaban con el alba, equivalía esta hora á las de la madrugada, en que terminan las fiestas de las grandes ciudades.

Desnoyers quedó envuelto en una nube de crujidos, como si se tronchase la madera de todos los árboles que tenía ante sus ojos. El escuadrón impetuoso se detuvo de golpe. Varios hombres rodaron por el suelo. Unos se levantaban para saltar fuera del camino, encorvándose, con el propósito de hacerse menos visibles. Otros permanecían tendidos de espaldas ó de bruces, con los brazos por delante.

De vez en cuando se levantaban, trepaban a algún árbol para escuchar mejor; pero pasaban las horas una tras otra sin que ningún rumor viniera a turbar el silencio. Hacia media noche, vencidos por el sueño y el cansancio, iban ya a quedarse dormidos, cuando oyeron de pronto gritos lejanos. Ambos se pusieron en pie con las armas en la mano.

Al ver que los dos amorosos, terminando su almuerzo á toda prisa, se levantaban con ruborosa precipitación, como si les pinchase un repentino deseo, su mirada fué tierna y fraternal... ¡Adiós, compañeros! La voz de la viuda le trajo á la realidad. Ulises, hábleme de amor... Aún no me ha dicho en todo el día que me ama.

Las niñas se levantaban muy temprano, y rezaban; almorzaban unas sopas de ajos, en que solía nadar tal cual garbanzo de la víspera, y después pasaban al estudio, que era ejercicio de lectura, en el cual desempeñaba el principal papel la caña de doña Angustias.

Ahora, todavía, a pesar de haber pasado los malos tiempos y de la fortuna con tantos esfuerzos adquirida, ambos, el hombre y la mujer, eran quienes se levantaban primero en la granja. A aquella hora matutina, oía sus idas y venidas por las grandes cocinas de la planta baja, vigilando el café de los trabajadores.

Un viejo loco que vive con su hija. Otras veces ha alojado en su casa náufragos. Salimos de la posada en compañía de un chico, que nos fué acompañando. La casa de Sandow era un viejo castillo guarnecido con una torre cuadrada de piedra gris, cubierta de hiedras. A su alrededor se levantaban varios edificios desiguales.

¡El Hombre-Montaña se ha escapado!... ¡El gigante se marcha de la capital!... Y todos, al oir esto, pensaban lo mismo. El coloso era hombre, y por solidaridad de sexo iba indudablemente á unirse con los revolucionarios. Los pesimistas levantaban las manos hacia el cielo, exclamando: ¡Sólo nos faltaba esta nueva calamidad!...

Una hora después sentía a lo lejos el rumor del cencerro de las bestias de carga, que no tardaban en aparecer en la cumbre vecina que yo mismo venía de cruzar, detenía allí un momento su paso cansado, levantaban la cabeza al viento y volvían a emprender la marcha resignadas.

Entonces comenzó para ésta una vida bien miserable. Tristán apenas le hablaba: algunas veces se sentaban a la mesa y se levantaban sin haber despegado los labios. Sólo se dirigía a ella alguna vez cuando necesitaba desahogar su mal humor para reprenderla ásperamente, para injuriarla también en ocasiones. La joven contestaba a estas violencias con lágrimas y sollozos.