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Acaso el instinto de cobardía propio de su raza les moverá a agazaparse breves minutos detrás de un arbusto o de una peña; pero al primer imperceptible efluvio amoroso que les traiga la cortante brisa; al primer hálito de la hembra que se destaque del olor de la resina exhalado por los pinares, los fogosos perseguidores se lanzarán de nuevo y con más brío, ciegos de amor, convulsos de deseo, y el cazador que los acecha los irá tendiendo uno por uno a sus pies, sobre la hierba en que soñaron tener lecho nupcial.

Pero otras mil flores, más olorosas y no menos bellas, aparecen después, llamando y excitando al céfiro a que respire los aromas que exhalan. El céfiro viene, semejante al atrevido príncipe del cuento de hadas, y atraviesa por la esquiva floresta, y penetra en el silencioso palacio, y llega hasta el lecho de la encantada y dormida princesa, y le da un beso de amor.

No le había visto más que los párpados, cargados de carne blanca. Debajo de las pestañas asomaba un brillo singular. Cerca del lecho, arrodillada, rezó algunos minutos la Regenta.

El centelleo de la luz, tan encantador sobre las piedras lisas que cubren el lecho del arroyo, lo es más todavía en las partes donde el fondo está alfombrado con multitud de hierbas acuáticas.

Era el mismo cuadro que se le representaba, acosándola, en el teatro: la pálida cabeza del enfermo descansaba sobre las almohadas, y la blancura del lecho resaltaba bajo las cortinas caídas. En un rincón, débilmente iluminado por una lámpara baja, Juan escribía.

Abrióse de improviso una puerta en el fondo de la cámara y apareció una mujer joven. Abrió un balcón y penetró en la alcoba la luz fría de aquella mañana nublada y lluviosa. La mujer despertó. Se incorporó en el lecho y miró con disgusto á la puerta de la alcoba á donde había llegado la joven.

Todas las nubes de barro, que había arrancado de sus orillas superiores y que tenía aun en suspensión, son rechazadas por las olas hacia el lecho fluvial; no pudiendo ir más lejos, se depositan en el fondo y forman así una especie de baluarte móvil sirviendo de límite temporal entre los dos elementos en lucha.

Pero el arquero Simón, que había bebido tanto ó más que los otros, dejó el duro lecho más alegre que unas castañuelas, cantando á voz en cuello Los Amores de Albuino, trova muy popular á la sazón; y después de besar á la patrona y de perseguir á la criada hasta el desván, se fué al arroyo cercano, en cuyas cristalinas aguas sumergió repetidas veces la cabeza, "como en campaña," según decía.

Cuando despertó se sintió anegada en sudor frío y tuvo asco de su propio cuerpo y aprensión de que su lecho olía como el fétido humor de los hisopos de la pesadilla... «¿Iría a morir? ¿Eran aquellos sueños repugnantes emanaciones de la sepultura, el sabor anticipado de la tierra? ¿Y aquellos subterráneos y sus larvas eran imitación del infierno? ¡El infierno!

Antonia paseábase ya por el jardín sin otro abrigo que un sencillo peinador de batista. Su salud robusta permitiale hacer muchas cosas que a Magdalena le estaban vedadas en absoluto. La hija de Avrigny, bien arropada en su lecho, tenía que pedir que le acercasen las flores; en cambio Antonia corría a buscarlas con la ligereza de un pájaro, sin miedo a la brisa matutina y al relente de la noche.