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Era época ilustrada: sabían bien que los grandes artistas no se veían obligados á hacerlo por pobreza de inventiva, como creían también que no es aceptable la opinión, de que, hasta el hombre más eminente y casi divino, no ha de crearlo todo por mismo: juzgaban, al contrario, y así lo prueba de una manera evidente el examen de muchos cuadros de ese período, que cualquiera pintor, sin miedo á la crítica, podía aprovechar motivos artísticos y pensamientos ajenos, asimilándoselos é imprimiéndoles nuevas formas; y justamente por este comercio continuo y recíproco, por este cambio de lo propio con lo extraño, alcanzaron las artes esa altura inaccesible á los esfuerzos individuales.

Voy á decírtelo puesto que tienes la audacia de preguntármelo, puesto que no has desaparecido al verme para esquivar tus responsabilidades, puesto que, contra toda verosimilitud, luchas todavía. Te acuso de haber sabido desde el primer momento la existencia de Lea, cuando me juzgaban por haberla matado.

Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo della, una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: "Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar; y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna". Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad, y los jueces los dejaban pasar libremente.

Los hombres, sin excepción, deseaban ejercer la caridad, tomándolo todo para , y no dando más que aquello que juzgaban innecesario ó que no podían guardar. La caridad no influía para nada en el progreso de los humanos: antes bien, era un obstáculo. No suprimía la esclavitud, no trocaba las formas de la propiedad, y en cambio justificaba y santificaba la división de los ricos y pobres.

Las frecuentes ausencias del doctor, cuya persona reclamaba a cada instante la clientela, el hospital que dirigía y el Instituto del cual era miembro, dejábanles tiempo de sobra para forjarse hermosos sueños que por la memoria del tiempo pasado y fiando en la esperanza del venidero juzgaban realizables.

Y si la ferocidad de la rebelde inspiraba terror, nadie perdonaba los celos de la mujer: hasta los más indulgentes para con los delitos de amor, negaban a la pasión de la nihilista toda buena cualidad; la juzgaban fría, dura, salvaje. Y mientras la nihilista aparecía de ese modo bajo una triste luz, los detractores de Zakunine, sin desdecirse del todo, reconocían la inocencia de éste.

Y mientras más notaban ambos que el amor que tenían a Salomón y a Guadé era su encanto y su delicia, más culpados y viles se juzgaban y más ganas tenían de morirse, porque el sonrojo y la humillación destrozaban sus pechos, no bien dejaban de embargarlos y cautivarlos el frenesí y el vivo deleite que nacen de los coloquios y caricias en el amor bien correspondido.

Y llegado el instante crítico, cuando los ulloístas se juzgaban ya dueños del campo, inclinaron la balanza del lado del gobierno defecciones completamente impensadas, por no decir abominables traiciones, de personas con quienes se contaba en absoluto, habiendo respondido de ellas la misma casa de los Pazos, por boca de su mayordomo. Golpe tan repentino y alevoso no pudo prevenirse ni evitarse.

30 El bautismo de Juan, ¿era del cielo, o de los hombres? Respondedme. 31 Entonces ellos pensaron dentro de , diciendo: Si dijéremos, del cielo, dirá: ¿Por qué, pues, no le creisteis? 32 Y si dijéremos, de los hombres, tememos al pueblo; porque todos juzgaban de Juan, que verdaderamente era profeta. 33 Y respondiendo, dicen a Jesús: No sabemos.

Una Relación contemporánea del suceso que se conserva en la Biblioteca Colombina, y que debió ser escrita por un testigo ocular, dice al llegar á este punto: «El humo, la confusión, voces y llantos, particularmente de las mujeres, fué tan grande, que unas se arrojaban de las ventanas, otras de los corredores y otras caían desmayadas, medio muertas; fué mucho mayor el daño que la turbación les causó, que el que el mismo fuego les pudiera hacer, si advertidamente y con orden fueran saliendo; pero como el miedo de la muerte no da lugar á estos discursos, cayendo unas y tropezando otras en las caídas, empezaron juntamente con el humo á subir al cielo las voces y quejas de los que se ahogaban sin remedio, como las de los que faltándoles ya las mujeres, ya los maridos, ya los hijos, ya los parientes y amigos, juzgaban el peligro en que quedaban aunque estaban ya fuera.