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Erró, efectivamente, al vaciar con el pensamiento el bolsillo de Carmelita, erró con Fernanda, con María Josefa, con Micaela, y ¡miren qué diablo! fue a acertar precisamente con Emilita. Unas tijeras, un pañuelo, un dedal y tres caramelos. La niña se puso a gritar batiendo las palmas, toda nerviosa: ¡Trampa, trampa!

Obdulia, con ocasión o sin ella, visitaba a su confesor, vigilaba su bienestar doméstico, unas veces arreglándole la ropa, otras enviándole algún plato de su gusto, etc. Esto indignaba de un modo indecible a D.ª Josefa. La odiaba a par de muerte. Decía de ella perrerías en todas partes, y por causarle daño, estuvo a punto de comprometer varias veces a su amo.

Cuando se vio en la calle sintió la necesidad de desahogar su pecho. Pensó en María Josefa, que vivía allí cerca y que profesaba a la niña expósita tierno cariño. Entró en su casa agitada, trémula, y antes de pronunciar palabra dejose caer en un sofá, dándose aire con la punta de la mantilla. ¡Uf!

A todas las preguntas que le hicieron, tanto el presidente como los letrados, respondió con admirable serenidad y viveza. Ni un momento le faltó su imaginación. El defensor del P. Gil propuso al fin el careo con D.ª Josefa. Entró ésta de nuevo y clavó una mirada iracunda en Obdulia, la cual le pagó con otra de afectado desprecio.

Poco importa el vestido si se lleva el duelo en el corazón apuntó María Josefa, que en los cinco años trascurridos había aguzado prodigiosamente el filo, el contrafilo y la punta de su lengua. Las mejillas de Fernanda se tiñeron de carmín. Se avergonzó como si fuese un delito no sentir la pérdida de Granate. Luego, irritada por aquella hostilidad, estuvo a punto de mostrar violentamente su enojo.

Ha sido una broma. ¡Buena cara ibas a poner cuando la tuvieses en la pila! No te faltaría más que gritar: ¡Señores, aquí! ¡Vengan aquí todos a ver al padre de esta criatura! El padrino sería Quiñones, y en su representación D. Enrique Valero. La madrina ella, representada por María Josefa. El conde se mostró muy satisfecho.

Josefa envió, de noche ya, las maletas por su sobrino a cierta venta no lejana de Peñascosa. Gran rato antes de percibirse la claridad de la aurora, llamó Obdulia discretamente a la puerta de la casa de su confesor. Salió Josefa a abrirle. El P. Gil estaba ya listo.

Se apresuró a arreglar la cama haciendo desaparecer toda señal de haber descansado en ella y salió de la estancia; se despidió de Josefa y fue a su casa. Al oscurecer llegó el P. Gil; se vio con él y convinieron en salir a la madrugada, antes que fuese día, y montar en el coche que aquél había dejado en las inmediaciones.

Lo mejor era dirigirse al conde. Pero éste se hallaba a la sazón en la Granja. Además, aunque todos, o casi todos, supiesen el secreto de la niña, no era posible darse por enterados. Después de algunos debates decidieron escribirle la siguiente carta, firmada solamente por María Josefa: «Sr. Conde de Onís.

María Josefa Hevia tenía ya por lo menos cuarenta años, y sus quince habían sido casi tan feos, pese al refrán, como sus cuarenta. Como no poseía tampoco bastante hacienda para restablecer el equilibrio, ningún valiente había llegado a redimirla del purgatorio de la soltería.