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Entonces la nerviosísima hija del Jubilado le relató, tartamudeando por la ira, la situación en que había hallado a Josefina, la palidez de la niña después de la extraña invitación de su madrina, los gritos que había escuchado como si la estuvieran dando tormento. María Josefa unió inmediatamente sus imprecaciones a las de la joven.

María Josefa, hoy he visto a tu ahijada en el paseo dijo Paco Gómez, mientras barajaba distraídamente las cartas. La he dado un beso. Está cada día más guapa... ¿Cuánto tiempo tiene ya? Pues saca la cuenta. La hemos bautizado en Febrero... Dos meses y medio. ¿Iba con su madre? preguntó Manuel Antonio sonriendo de un modo particular. No.

La beata, clavándole una angustiosa mirada de terror, retrocedió un paso. El sacerdote llegó a cogerla por un brazo, y suave, pero firmemente, la llevó en silencio hasta la puerta, la puso fuera del gabinete y cerró de nuevo. Obdulia tropezó con un bulto. Era Josefa, que le soltó una carcajada en la cara. ¡Parece que no la reciben a usted bajo palio, señorita! No contestó.

Preguntada por el presidente, D.ª Josefa declaró que Obdulia hacía tiempo que perseguía a su amo y le molestaba proponiéndole la escapatoria al convento. Que el excusador había tratado en vano de disuadirla; sus esfuerzos habían sido vanos. Estaba tan resuelta a marcharse, que se hubiera ido sola si él se negaba a acompañarla. En vista de eso, su amo, aunque de malísima gana, había cedido.

Salió inmediatamente, también presentada por ésta, D.ª Josefa, el ama del excusador. Se decía que esta señora tenía pruebas de la inocencia de su amo, que iba a relatar cosas muy curiosas. Se esperaba su declaración con ansiedad.

Algunos días después de la guasa de Paco Gómez se hallaban en la famosa tertulia, a más de tres o cuatro pollastres, el mismo Paco, Manuel Antonio, D. Santos, el capitán Núñez, D. Cristóbal, Fernanda, María Josefa Hevia y dos de las chicas de Mateo. No se pensaba todavía en jugar.

Ya que hubieron terminado la tarea, no larga ni difícil por cierto, Obdulia se sentó en el sillón del clérigo, declarando que estaba cansadísima, que aquella noche apenas había dormido con la zozobra que produce siempre una resolución tan decisiva, y que le vendría bien echar un sueño. D.ª Josefa la dejó reposar tranquilamente y se fue a sus quehaceres.

¿Y por qué me ha de importar a que sea Luis el padre? María Josefa quedó un poco desconcertada. Como ha sido tu novio... ¡Pero como ya no lo es! replicó encogiéndose de hombros desdeñosamente. Y se puso a hablar con Granate, que tenía del otro lado. Aquella indiferencia era pura comedia que su orgullo lograba representar.

Era en 1820 dueño del café de la Cabeza del Turco, don Luís Tolva, hombre patriota, si los había, gran admirador de Riego y Quiroga, y cuya mujer, doña María Josefa Piñalosa, dejaba atrás á su marido, en esto de las ideas liberales.

Doña Josefa, con un vestido algo raído de lana y gran mantilla de un negro ya amarillento, entró solemnemente en la barraca, y después de algunas frases vistosas pilladas al vuelo á su marido, aposentó su robusta humanidad en un sillón de cuerda y allí se quedó, muda y como soñolienta, contemplando el ataúd. La buena mujer, habituada á oir y admirar á su esposo, no podía seguir una conversación.