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Ya empezaba á sentirse la consternacion que causaban los indios, que habian entrado en la villa en el espacio de 6 horas, cuyo número pasaba de 4,000, convocados por D. Jacinto Rodriguez y sus parciales: uno de ellos dijo al tiempo de entrar los de Pária, que venian de paz, pues el dia antes habian salido 25 sugetos para detenerlos y estorbar su venida, porque no eran ya necesarios, cuando se habia conseguido el triunfo deseado.

¿Con quién dice usted que me caso? preguntó prontamente. ¿Cómo? dijo sonriendo Jacinto. ¿Querría usted negarlo?... Si aquí los diarios ya dieron la noticia, y se le esperaba a usted... Rabiando de impaciencia: ¿Me dirá usted quién es esa Coca? vociferó el capitán.

El teatro es síntesis, refundición, abreviatura: algo que para interesar, para vivir, necesita tener toda la rapidez palpitante de la vida; la intensidad, superficial y compendiosa, del gesto; la pintoresca movilidad de una cinta cinematográfica. ¿Un ejemplo? «La casa de la dicha», de Jacinto Benavente.

Privado de la ayuda de Amparo, el barquillero había tomado un aprendiz, hijo de una lavandera de las cercanías. Jacinto, o Chinto, tenía facciones abultadas e irregulares, piel de un moreno terroso, ojos pequeños y a flor de cara: en resumen, la fealdad tosca de un villano feudal.

La vivaracha Flora le hacía sufrir crueles tormentos; mostrábase con él indiferente, desdeñosa; rechazaba con empeño todos los obsequios que el amartelado mancebo le prodigaba. Á ti no te parecerá, como á Demetria, que hemos llegado tarde manifestó Jacinto dirigiéndose á ella con sonrisa triste. lo has dicho. Á me parece que habéis llegado demasiado pronto.

Primer Teniente. Américo Lora y Yero. Capitán. José M. Iglesias Toro. Primer Teniente. Antonio Pineda y Rodríguez. Segundo Teniente. Crescencio Hernández Morejón Capitán. José González Valdés. Primer Teniente. Tomás Quintín Rodríguez. Segundo Teniente. Jesús Adalberto Jiménez. Capitán. José Perdomo Martínez. Primer Teniente. Olvido Ortega y Campos. Segundo Teniente. Jacinto Llaca y Argudín.

Ahora pensaba de qué amigo valerse para ir a Palermo. De dos o tres más, había recibido en la semana iguales o parecidos favores. Quedaba Jacinto Esteven. Con Jacintito tenía más confianza: cierto es que la butaca de Colón se la regaló él la noche anterior, pero era su primo y no tenía nada de particular que ocupara la tarde siguiente su elegante faetón.

Á todos sus ruegos y razones respondía cada vez con mayor energía: «¡no quiero! ¡no quieroEl mismo capitán fué desairado. Perdóneme usted, D. Félix le respondió con resolución la altiva zagala. Todo cuanto usted me mande lo haré menos eso. ¡Dejarla! ¡dejarla! exclamó Jacinto con voz alterada. No la molestéis más. Ya no quiero esa prenda de sus manos. Que me la entregue quien no me desprecie.

Que se le quite a usted eso de la cabeza, señor Rocchio; los negocios de mi hijo no son de mi incumbencia; Jacinto no necesita de la bolsa de su padre para sostener su crédito. El le pagará a usted... cuando le sea posible. Con estos terremotos, ¿quién no tambalea?

Otra vez Lolita, esa pizpireta incorregible, tan movediza como la «Piedra movediza» de su pueblo, dijo burlonamente: ¡Así me gustan los hombres, altivos y valientes! Verá usted terminó Jacinto. No hubo tal duelo... El capitán Pérez, que es un cumplido caballero a quien conoce toda la sociedad bonaerense, me dio sus explicaciones.