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Al avistar Tenerife preguntó con emoción si ya estábamos en Buenos Aires. Mañana, al ver de lejos las islas de Cabo Verde, volverá a creer que hemos llegado... ¡Infeliz! De todos los que vamos en el buque es el que más piensa en Buenos Aires, y bien podría ocurrir que fuese el único que no llegase a verlo.

El amo entonces extendia el palo, como para rechazar al animal, y el infeliz perro, al notar que su amo le amenazaba con el baston.... ¡Oh ejemplo que asombra! ¡Oh virtud que aturde! ¡Oh lealtad que debia dar vergüenza á los hombres!

Bastante has gozado; ya supiste lo que es la vida de esas infames sanguijuelas... Vamos, que si no meten a esa divinidad en la cárcel, ¡pobre Juan Bou, infeliz obrero!... Sigamos ahora siendo pueblo llano, independiente, liberal, y cuando caiga otra breva, veremos si conviene ser pueblo o echar una cana al aire en el mundo de los burgueses. ¡Valientes pillos! Pero aquello es vivir...».

Treinta años lo conozco, señor. Vendemos en diferentes barrios, pero nos vemos todas las madrugadas al hacer nuestras compras, y por la noche volvemos á encontrarnos en la misma taberna. ¡Un infeliz! Ahora sus asuntos andan mal; trabaja poco; sabe demasiado. Su protector le enseñó muchas cosas; él me las dice, y yo paso las horas muertas en la taberna escuchándole.

Pues bien, volved los ojos á la otra parte, ¿qué mirais? un mar que nos negará campo abierto á la huida, si con un infeliz revés nos maltratare la fortuna. En esta parte no esperemos amparo ni abrigo sino la muerte; i si solo fuere la muerte, acostumbrados estais á esperarla con pié firme i con sereno rostro; pero con ella nos espera la infamia. Volved los ojos á la otra parte.

No eres hombre si no echas al viejo de tu casa. No, no era hombre para hacerlo el infeliz. Se avergonzó, lloró y quiso retirarse. Pero un amigo le dijo: No te amilanes, Ángel. Si no te atreves a armarle bronca al tío, bébete unas copitas de más y le echas por el balcón. El sillero hizo caso del consejo.

Hablaba con el desgarro peculiar a la chula de Madrid, acentuando cada sílaba de un modo tan insolente que D. Laureano, avergonzado, no pudo menos de salir por su dignidad. ¡Niña, niña, cuidado con la lengua! Mira que te puede costar un disgusto. ¿A ? ¡Ja, ja! ¡Qué infeliz eres! ¡A ti, , desvergonzada! profirió colérico el tenorio avanzando hacia ella con ademán amenazador.

Pero cuando estamos solos... ¡oh! dejadme que sea á vuestros ojos una mujer digna y pura... dejadme que yo, mujer perdida, realice para vos ese hermoso sueño de la mujer virgen y honrada... dejadme soñar, ya que soy tan infeliz que la realidad me mata... dejadme buscar un cielo aunque sea fingido.

Y con una avidez de universitario que quiere verlo todo y explicárselo todo, añadió en este momento supremo, con la tenacidad del que muere hablando: Triste guerra, señor... Faltan elementos de juicio para decidir quién es el culpable... Cuando la guerra termine, habrá... habrá... Cerró los ojos, desvanecido por su esfuerzo. Desnoyers se alejó. ¡Infeliz!

Se habían unido los dos, hombro con hombro, como intimidados por el ambiente religioso de la noche y el aleteo de la poesía que se agitaba en torno de ellos... Experimentaba Ojeda una sensación de descanso al lado de esta mujer infeliz; una impresión de paz y dulce anonadamiento igual a la que buscaban los antiguos libertinos, huyendo de los desengaños de la vida para reposarse como eremitas entre las gentes humildes.