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Confesaba que al principio no había pensado más que en el amor vulgar; pero ahora, al sondar los inefables misterios que encerraba el alma de la generala, al comprender que su corazón estaba virgen y puro, al adivinar en ella un ser superior, todos sus groseros pensamientos se habían apartado como lava impura; sólo quedaba el oro sin mezcla de una pasión grande y elevada.

Que a ella y a se nos han revelado... los misterios inefables, digo... nos llevan a un éxtasis delicioso, de que no pueden participar las personas vulgares. ¡Llamarme a persona vulgar!... La vulgaridad consiste en estar muy apegada a los bienes terrenos... es decir, en hacerle mimos a la bestia.

Sus oídos escuchaban quizá rabeles divinos y voces inefables, y su espíritu, infinitamente lejos de la tierra, presentía las delicias del Alchanna y las sublimes recompensas que su religión promete a los mártires.

El mágico atractivo de aquella noche poética le produjo una sacudida de gozo: cruzó por su ser un soplo blando y voluptuoso, que le embargó algunos instantes, y en su corazón palpitaron ansias inefables, indefinibles. Volvió los ojos a Rosa y la halló hermosa y serena como el paisaje que tenía delante. Y acometido de súbita ternura hacia ella, la tomó una mano y la estrechó delicadamente.

El tío Manolo, sereno, majestuoso, semejante a un dios, se fue a descansar, meditando como Ulises la muerte de los pretendientes. Quizá juzgaba incompatible el cargo de tutor diligente con los deberes que impone el yugo matrimonial, y prefería sacrificar en provecho de su sobrino los placeres inefables con que la familia le brindaba.

Veía al médico muy preocupado con el tronco y sin pensar en los dolores inefables que ella sentía en lo más suyo, en algo que sería cuerpo, pero que parecía alma, según era íntimo.

Barbarita estaba loca con su hijo; mas era tan discreta y delicada, que no se atrevía a elogiarle delante de sus amigas, sospechando que todas las demás señoras habían de tener celos de ella. Si esta pasión de madre daba a Barbarita inefables alegrías, también era causa de zozobras y cavilaciones.

Los sapos cantaban en los prados, el viento cuchicheaba en las ramas desnudas, que chocaban alegres, inclinándose, preñadas ya de las nuevas hojas; y Ana, apoyándose tranquila en el brazo fuerte del mejor amigo, olfateaba en el ambiente los anuncios inefables de la primavera. De esto hablaban ella y Frígilis.

No hubo grande ni pequeño que no repitiese con frenesí: «Cuarenta y cinco cincuenta de largo, treinta veinticinco de ancho. La iglesia mayor de Sarrió no tiene más que cuarenta por veintiocho cincuentaEstaban reservadas aún al corazón de los beneméritos peñascos otra porción de alegrías inefables.

Ahora le toca saber que Pepe Castro se dejaba admirar lleno de condescendencia, y que de vez en cuando se dignaba iniciarle en algunos inefables secretos referentes a sus altas concepciones sobre las yeguas inglesas y las boquillas de ámbar.