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Luego sonrió levemente, moviendo los hombros lo mismo que si hubiese escuchado algo absurdo... ¿Acaso los alemanes tenían submarinos en el Mediterráneo? ¿Podía una de estas máquinas navegantes, pequeñas y frágiles, hacer la larga travesía desde el mar del Norte al estrecho de Gibraltar?

En tanto, doña Lupe hacía mil consideraciones sobre el apático desdén con que Juan Pablo recibiera la noticia de aquello. Había fruncido el ceño; después había opinado que su hermano era loco, y por fin, alzando los hombros, dijo: «¿Yo qué tengo que ver? Es mayor de edad. Allá se las haya». Lo mismo Maximiliano que su tía habían notado que Juan Pablo estaba triste.

¡Madre mía, madre mía! Encogiose Amparo de hombros y fuese a su Fábrica, que urgía el tiempo y era preciso ganar el pan, porque el entierro del viejo había consumido sus menguados ahorros.

Ni una palabra le contesté. Ni yo tampoco apoyó encogiéndose de hombros. Por eso le he dicho que el asunto es bien serio... Por fin esta noche sabremos algo. ¿Irá allá? Es indispensable. Iré le dije, encogiéndome a mi vez de hombros.

¿Qué generosidad era aquella?... El alemán insistió en su negativa. La boca enorme se dilataba con una sonrisa amable; sus manazas se posaron en los hombros de don Marcelo.

El pobre labrador, agobiado por una existencia de fiebre y demencia laboriosa, quedábase en los huesos, encorvado como un octogenario, con los ojos hundidos. Aquel gorro característico que justificaba su mote ya no se detenía en sus orejas; aprovechando la creciente delgadez, bajaba hasta los hombros como un fúnebre apagaluz de su existencia.

Para esto era preciso echar a rodar todo lo demás, romper aquel hilo que ella tenía en la mano y del que estaban colgadas la honra, la tranquilidad, tal vez la vida de varias personas. Al pensar esto Petra se encogió de hombros.

Parecíales que llevaban en hombros un muerto gigantesco, algo que había de pesar sobre el resto de su existencia. Los hermanos pasaron mal la noche.

Cuando la vió aparecer de nuevo con un mantón sobre los hombros y pañuelo de seda á la cabeza sintió tanta compasión que le dijo, alzándose de la silla: Vamos, niña... vamos donde quieras. Gracias, Manolo replicó la joven con voz temblorosa. Salte fuera y aguárdame en la esquina. Necesito que venga Joselillo... pero no tardará.

Amparo ejecutó el decreto materno empujando a Chinto por los hombros a las tinieblas exteriores del portal, y Chinto resignado optó por acostarse. Lo único que sentía confusamente era no poder ver a la muchacha un rato. Ahora le entretenía casi tanto mirar a Amparo, como antes contemplar la rueda del amolador y la bahía.