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Y el papá vino a verla, vestido con una bonita «robe-de-chambre» de seda azul rameada de negro. ¡Parecía un chino con esa «robe-de-chambre»!... Pero como era también muy bueno, se enteró de lo que quería su hijita inválida, y cambió con su mamá algunas palabras. Aunque hablaban en voz baja y en el otro extremo de la pieza, Lita les oyó perfectamente...

¡Divina! pensaron simultáneamente Lorenzo y Ricardo al aparecer la Pampita, a quien fueron presentados por Melchor y de quien recibieron un saludo despojado de toda afectación. ¿Y el mate, hijita? Ahí lo trae el «ñato», tata repuso ella tomando una silla y sentándose con la majestad de una reina y la sencillez de una niña.

Ricardo no dormía; tenía los nervios como una prima de violín. Todos los días metido en los Bancos, pidiendo, suplicando, él, que es tan altivo y tan hombre, inclinado y haciendo reverencias a esos señores gerentes, que se dan un corte, hijita, como si fueran reyes.

Pobre hijita; venme a ver, y conversaremos de tus preocupacionesYo le respondí: «Señor Cura: La imaginación es una tonta, la vida un estropajo, y la sociedad un harapo que brilla mucho desde lejos, pero que bien mirado, no sirve para nada, a no ser para colocarla en un árbol a guisa de espantapájaros.

Yo lo siento, yo lo ; no puedo hacerla feliz. ¿Pero y su hijita? le dije... ¡Es lo único que me da ánimo y fuerza para vivir me repuso; si no fuera por ella, ¡qué solo estaría en el mundo! ¡Qué horrible sería mi desesperación! ¿No es verdad, que es una criatura encantadora?

El do es terrible, pero el pecho es magnífico, y lo que hay dentro del pecho, el corazón, supera a toda magnificencia. Al gritar Rosalía parece que se le dilatan los pulmones. Con ninguna otra palabra su voz sube tan alto. Yo me río como una loca; pero la verdad es que ese do de pecho penetra en lo más hondo del mío. ¿Quieres creer que hasta como tenor me gusta Ricardo? ¡Es el colmo, hijita!

Y esto era lo que pensaba una madre acerca de su hijita, pues los extraños habrían visto tan solo unos cuantos rasgos poco amables, haciéndolos aparecer aun más negros.

Adriana, sin hablar, abrazó y besó a su tío. Parecía mucho más tranquila que Raquel, cuyos ingenuos ojos verdes tenían algo de doloroso y de adusto bajo el triángulo de blancura que dejaban sobre su frente los cabellos lacios. Como Adriana, un momento después, quisiera marcharse, el señor Molina la retuvo. Si no tiene apuro, hijita, venga para acá.

La pobre señora era una mártir de los insufribles métodos de su marido, y no podía retrasar su vuelta a la casa, porque si la comida no estaba puesta en la mesa a la hora precisa, D. Francisco bufaba y decía cosas muy desagradables, como por ejemplo: «Hijita, me tienes muerto de debilidad. Otra vez avisa, y comeremos solos».

Entonces no os ha gustado siempre. No, Reina; bien sabes lo triste que es. Tal vez nunca has pensado en que yo también he sido joven. Mis sueños no eran por el estilo de los tuyos, hijita, pero he soñado con una vida activa; hubiera deseado ver y oír muchas cosas, pues no era un tonto, y anhelaba recursos intelectuales, que me han faltado siempre.