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D. Gregorio algunos graciosos y queridísimos nietos, que fueran el hechizo y el consuelo de su cansada senectud. No acierto a encarecer cuánto se deleitó Rafaela al concebir este proyecto y el arte delicado y el impaciente afán con que trató de realizarle.

Como todos los que lo son, receló que, si abusaba de la ventaja de reanudar aquellas relaciones amistosas después de tanto tiempo, prolongando mucho el coloquio, no era difícil que en el alma de Rafaela se desbaratase o se disipase el hechizo de la novedad y que el gusto se convirtiese en enfado.

Había algo de perverso, indefinible, en el tono de sus palabras, que se contradecía singularmente con la fina música de su voz, con la gracia espontánea de sus gestos y con su cara radiante: era como si dos almas, una maligna y otra divina, se confundieran en un mismo hechizo. A su lado la elegante Charito disminuía, se apagaba, parecía irremediablemente fea.

Aún me queda una duda. ¿No pudiera ser la mujer en general, y no yo singular y exclusivamente, quien ha despertado esa idea? No, Pepita; la magia, el hechizo de una mujer, bella de alma y de gentil presencia, habían, antes de ver a Vd., penetrado en mi fantasía.

El demonio entra y sale por ella cuando le place. No importa: una Salomé le hechizó, una virgen le salvará. Esperad dijo después, y tomando de encima del altar un estoque de plata, dirigiole la punta hacia los ojos. El mancebo sintió un soplo glacial en la frente. Os confesaréis de toda vuestra vida sin hablar palabra de , pena de perdición agregó entonces el mago, dejando el acero.

Otros comediantes «cantan»; éstos son peores: son los esclavos del «latiguillo» odioso, los siervos del ritmo, en quienes la costumbre de «oírse» mata el hechizo avasallante de la emoción.

Esto tiene para cualquiera el hechizo de la paz. Para doña Luz aún tenía mayor hechizo. Cuanto agitaba su mente con pensamientos, o su voluntad con deseos o pasiones, era extraño al mundo que la rodeaba: procedía de un mundo ideal, donde no hay espacio ni tiempo.

Reten a Sidarta con el hechizo de tu amor y de tu hermosura. No le dejes partir.... Siento pasos. Sidarta viene. No quiero que me halle aquí. Animo, ¡oh Gopa! GOPA. Animo.... para detenerle no me falta; no le necesito. Para dejarle partir he menester de todo mi valor. GOPA. Dime la verdad. ¿Me amas aún? SIDARTA. Te amo más que nunca.

Tardó en cumplirse su deseo, mas se cumplió por último. Don Jacinto, saliendo de la sacristía, atravesó el templo. Ella le vio y salió antes que él y le aguardó a la puerta, entre varios mendigos que pedían limosna. La palidez limpia y mate de su rostro tenía soberano hechizo y sus negros y rasgados ojos brillaban como dos soles de luto.

Los falaces argumentos se aglomeraban. ¡Conjuraría, ante todo, el hechizo de la sarracena y sería después el fuerte, el único, el caballero de Dios, el lleno de poder y de gloria!... Comenzó las oraciones y los ayunos. Llegado el momento de la confesión, Ramiro pidiole al espadero que le indicase algún sacerdote de preclaro entendimiento.