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Por fin llegó un día en que vio de cerca a una cómica, y no de las que andan de pueblo en pueblo trabajando a partido, sino de las que triunfan en Madrid y pagan a su modista cuentas que importan miles de pesetas. Había entrado un poeta en el estanco, le vio la comedianta, que en aquel momento pasaba por la calle, y, deseando hacerle algunas preguntas, entró tras él.

Creí entonces que todo había pasado del mejor modo posible, y que mi tío nada sabía. ¡Cómo podía yo adivinar que el pobre joven había sido maltratado por el mayordomo, despojado de sus vestidos y azotado hasta hacerle saltar la sangre, sin que el dolor le hubiese arrancado ni una queja, ni una palabra!

Sentose enfrente de su amigo, pidió un vaso de leche y esperó a que aquél, en gracia del trascendental acontecimiento que acababa de efectuarse, se dignase hacerle algunas preguntas. Nada. Moreno había dejado los periódicos políticos y leía con atención uno ilustrado que andaba siempre de mesa en mesa metido en una carpeta sucia y despellejada. Mario no pudo más.

Doña María entró también con la doncella de su sobrina; trajo papel del sello pobre para un memorial pedigüeño que debe Vmd. hacerle; dejó nota de la mucha hambre que padece, nombre del marido que pudo tener y murió, y estadística del estado en que puede hallarse la niña; dejaron la ropa blanca; me dió cuatro pellizcos de monja, y volverán para lamentarse, la vieja, del tacaño tiempo, y la sobrina, de la poca fe de los hombres....

A pesar de la confianza y estimación que me tenía, comprendí que no habría poder en el mundo que la indujera a revelarme esa terrible verdad. Pero usted sabe la razón que tuvo su padre para designar a su amigo Dawson administrador de su fortuna le dije. Tenía confianza en que con una palabra suya se conseguiría hacerle retirarse del puesto que hoy ocupa.

En fin, siga usted poniendo lo que le digo... «No quiero morirme sin hacerle a usted una fineza, y le mando a usted, por mano del amigo D. Plácido, ese mono del Cielo que su esposo de usted me dio a , equivocadamente...». No, no, borre el equivocadamente; ponga: «que me lo dio a robándoselo a usted...». No, D. Plácido, así no, eso está muy mal... porque yo lo tuve... yo, y a ella no se le ha quitado nada.

Era un viejo leproso, casi completamente idiota, atacado por no qué enfermedad escorbútica que convertía sus labios en un gran morro, que no podía mirarse sin repugnancia. Costó gran trabajo hacerle entender de qué se trataba.

¡Gaznápiro! decía para don Bernardino, le tengo sentado en la boca del estómago; ¡no poder hacerle saltar sin escándalo! y ahí siempre, a la entrada, de cancerbero. Ahora no le veo, pero, cuando entré me miró como burlándose... ¡Otro más que lo sabe! ¡ah! ahora le veo... mírame bien, estúpido, ¿no me conoces? , soy yo, el mismo.

Yolanda se puso colorada de vergüenza; y, para hacerle menos penoso ese momento, le dije: Déjelo estar, que lo conozco bien. , , señores; yo conocía bien al viejo... pero a la hija, a ésa no la conocía. Ahí tienen ustedes, pues, en lo que estábamos.

Es usted su igual por el espíritu y por la educación; es ella demasiado inteligente para no haber apreciado sus méritos... Sea usted menos modesto y no desespere de nada... De todas maneras, después de lo que acabo de decirle, ya ve usted que no he de hacerle yo la menor sombra.