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Al ver a su discípulo rojo de vergüenza y oírle hablar en un tono de humilde arrepentimiento, perfectamente nuevo y desconocido en aquella clase, que él llamaba de «indios rebeldes», monsieur Jaccotot sintió intensa sorpresa... ¿Qué insólito caso se le presentaba?... Dispúsose pues, a leer el manuscrito y dio rápidamente vuelta la página de la carátula.

Quería ver al señor Director, al señor facultativo, quería ver a un enfermo, a su señor padre, a un tal don Tomás Rufete; quería entrar aunque se lo vedaran; quería hablar con el señor capellán, con las hermanas, con los loqueros; quería ver el establecimiento; quería entregar una cosa; quería decir otra cosa...

Poldy no volvió, pues, a hablar de él ni con su mismo hermano, como si su mismo hermano lo ignorara, o como si ella tuviese la pretensión de que él lo olvidase. A solas, pues, y en toda libertad, Poldy se figuraba a medida de su deseo, al autor de las tres poesías.

La determinación de no salir a paseo puso a la señorita de mal talante, porque no podía hablar con su novio, que a aquella hora estaba clavado en la esquina de la calle de los Tres Peces, esperando a que saliese la familia para incorporarse.

No valían nada, pero el humo bailaba tan alegremente a los rayos del sol que me olvidé de tirarlo cuando la punta empezó a quemar. Quiero empezar a hablar de intereses, pero él me pone la mano en el hombro y dice: Amigo, generoso amigo, después del café... Permítame, Krakow... Amigo, generoso amigo, después del café.

De la encantadora campiña normanda, el pobre joven no vio nada; toda su atención era atraída por las voces alegres y las risas que salían del otro carruaje; además, estaba atormentado por lo que podía hablar el feliz Martholl, inclinándose con tanta frecuencia hacia María Teresa.

Levantáron á pocas leguas de la ciudad un vasto palenque cercado de anfiteatros magníficamente adornados; los mantenedores se habian de presentar armados de punta en blanco, y se le habia señalado á cada uno un aposento separado, donde no podia ver ni hablar á nadie.

Señor duque respondió el doctor , puesto que estamos solos, podemos hablar de cosas serias. Creo que no he ocultado a usted el estado de su hija. El duque hizo una pequeña mueca sentimental y dijo: Verdaderamente, doctor, ¿es que no se puede ya esperar nada? Yo creo, falsa modestia aparte, que es usted capaz de un milagro. Le Bris movió tristemente la cabeza.

Lo embargaba el temor de que la acusación de Godfrey fuera cierta y que su propia voluntad se elevara como un obstáculo ante la felicidad de Eppie. Durante algunos instantes permaneció silencioso, luchando consigo mismo, porque quería dominarse antes de hablar. Por fin, las palabras salieron trémulas de su boca: No diré nada más. Será como queráis. Habladle a la niña. Yo no quiero impedir nada.

Los sobrinillos venían a él intimidados por los adornos brillantes de su vestidura, tocándolos con admiración, sin atreverse a hablar; la bigotuda de su hermana le daba un beso con gesto de terror, como si fuese a morir; la mamita se ocultaba en los cuartos más obscuros. No; no quería verle, sentíase enferma.