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Veleidades tenía de llamar a Frígilis, decírselo todo, ponerlo en sus manos todo.... «Frígilis, aunque era un soñador, llegado el caso tenía mejor sentido que él; sabría ser más práctico.... ¿Qué haría?». Por lo pronto seguir a Tomás a la estación. Y callar. Para hablar siempre era tiempo.

El cuento es que no cómo puede tratarse un artículo sin hablar... En fin, me haré la sordomuda... Luego buscaré el palitroque, también sin hablar... Falta que el moro me enseñe la oración, y que yo la aprenda sin que se me escape un verbo...».

Sólo Lola Madariaga, que se enorgullecía de ser muy caritativa y era presidenta, secretaria y tesorera de tres sociedades de beneficencia, respectivamente, fué la única que se aventuró a hablar con ellos y aun esparció algunas monedas de plata. Pero de la oscuridad partieron al cabo frases obscenas, algunos insultos que la obligaron a retirarse.

Maritornes estaba congojadísima y trasudando, de verse tan asida de don Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba, sin hablar palabra, desasirse.

Los más bulliciosos correligionarios le rodearon para hablar una vez más de la gran noticia que hacía una semana traía revuelto al partido. Iban a ser disueltas las Cortes; los diarios no hablaban de otra cosa. Dentro de dos o tres meses, antes de finalizar el año, nuevas elecciones, y con ellas el triunfo ruidoso y unánime de la candidatura de Rafael.

Pero, ¿a dónde iría? ¿No la perseguirían y muy luego darían con ella? La pondrían en la cárcel... Y, ¿cuál sería la suerte de su pobre Elena? ¿Iría a hablar a la condesa, le declararía su nombre y reclamaría su derecho de madre sobre la joven?

Sonrió Valls, mirándole con ojos maliciosos. Varias veces le había escuchado en su delirio hablar de los muertos, agitando los brazos como si pelease con ellos y los repeliese de sus angustias terroríficas.

Dicho sea entre nosotros, no es siempre divertido oír hablar del sermón del día antes, del de mañana, de la actitud del señor cura, de las congregaciones, del Gobierno, de tal señora que espera un nuevo hijo, de una desgraciada, cuyo marido es borracho, de una tal que es gastadora, de la doncella de la de fulano que tiene mala conducta, etc., etc.

Necesita hablar con la hija del jardinero, una mocosa que él ha visto andar á gatas, pero que ya tiene diez y seis años y no ofrece mal aspecto. Trabaja en una sombrerería de Monte-Carlo, y sigue las modas lo mismo que una señorita. El coronel cuida de la renovación de sus zapatos de altos tacones, de sus faldas cortas, de sus boinas y sombreritos, de sus collares de falso ámbar.

Marta, aunque afectando cierta recóndita superioridad al principio, también estaba encantada, llena de orgullo, sin quererlo, al hablar con Serafina; pero pronto se sintió deslumbrada y vencida, y sintió en la actriz una superioridad real que, si no era del género suprasensible de la que ella, Marta, se atribuía, era mucho más efectiva y susceptible de ser reconocida.