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Con arreglo a las referencias o a la nota enviada del escritorio, combinaba el nuevo vino con los diversos líquidos y después marcaba con clarión en las caras de los toneles el número de jarras que había que extraer de cada uno para formar la mixtura.

Y Mariskoff repitió, sacudiendo la ceniza de la pipa: ¡Ese es su hombre, Teodoro! ¡Mi hombre! murmuré sombríamente. ¡Era tal vez «mi hombre», ! Mas no me seducía ir a buscar su familia, en la monotonía de una caravana, por aquellos desolados rincones de la China. Además, desde mi llegada a Pekín, no había vuelto a ver la sombra odiosa de Ti-Chin-Fú y su cometa en forma de papagayo.

El de Toledo, dije, como habia Por coger á D. Diego hecho guerra Al indio guaraní, que residia Metido en la aspereza de la Sierra. Saliendo con su intento se volvia, Sin dejar sosegada aquella tierra, Mas antes con razon mas levantada, Por ver aquesta parte acobardada.

El deseo de quejarse que sentía esta noche le hizo recordar á un español llevado por la mañana al pueblo más próximo, ó sea á treinta kilómetros de la estancia, para que lo curasen. Uno de sus brazos había sido alcanzando por el engranaje de una trilladora, sufriendo una trituración horrible. El infeliz iba á quedar mutilado para siempre, arrastrando una vida de miserias y privaciones.

Aunque harto sabía D. Diego que era irrevocable toda resolución que tomaba su prima, y que su carácter era más firme que la roca en que descansaba el castillo a que ella había dado su nombre, todavía D. Diego hubiera querido contestar a aquel discurso y procurar amansar a la dama; pero ella lo estorbó retirándose de súbito a su habitación más reservada y cerrando la puerta de golpe.

Le temblaban las piernas, y los recuerdos de la infancia se amontonaban en su cerebro, y adquirían una fuerza plástica, un vigor de líneas que tocaban en la alucinación; se sentía desfallecer, y como disuelto, en una especie de plano geológico de toda su existencia, tenía la contemplación simultánea de varias épocas de su primera vida; se veía en los brazos de su padre, en los de su madre; sentía en el paladar sabores que había gustado en la niñez; renovaba olores que le habían impresionado, como una poesía, en la edad más remota.... Llegó a tener miedo; saltó de la cama, y de puntillas se dirigió a la alcoba de Emma.

Don Lorenzo, don Agapito, don Pancho, don Aquilino, don Germán y don Justo, eran indianos, esto es, gente a quien sus padres habían enviado a América de niños a ganarse la vida y habían vuelto entre los cincuenta y sesenta años con un capital que variaba de treinta a cien mil duros. Había de éstos más de cincuenta en Sarrió.

No había encontrado á ninguno de sus compañeros, ni siquiera al coronel. Quería marchar solo hacia la ciudad, como si le atrajese la alegría matinal del domingo, que se convierte al llegar la tarde en tedio abrumador. Fuera de la verja le saludó una muchacha que esperaba el paso del tranvía. Era pequeña, pero sus pies estaban montados en violento ángulo sobre unos zapatos de tacones agudos.

Había tenido palabras amorosas para el esclavo, pero no había roto sus cadenas; ofrecía un mendrugo al siervo moderno, pero no osaba el menor reproche contra la organización social que le condenaba a la miseria por el resto de su vida.

Las minas se empobrecían. Los optimistas las daban vida para veinte años: los más crédulos llegaban hasta treinta. Pero después vendría el agotamiento, la nada; la montaña pelada, con su esqueleto calcáreo al descubierto, sin guardar el más leve harapo del manto que la había cubierto durante siglos, más rico que el de muchos dominadores de la tierra.