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El pueblo olvida fácilmente a los ricos, a los guerreros, a los hombres de Estado, pero recuerda siempre con amor al artista que una vez le proporcionó algunos instantes de alegría espiritual. Aunque todos los críticos de España se armasen hoy para arrancarme de la cabeza la corona y de los hombros la púrpura, mañana al salir a la calle las miradas de los hombres me saludarían como a un rey.

Las primeras son un carnaval de disfraces ridículos, que estorbaban y mortificaban, sirviendo sólo para ahogar á los guerreros y hacerlos inofensivos; al paso que las otras, sobre todo, las armas de los terribles decápodos, son de tal suerte horrorosas que, si tuvieran la altura del hombre, nadie podría mirarlas sin desvío: los más valientes se sentirían turbados, magnetizados de terror.

Lo primero que llamaba su atención era la cronología de los arzobispos de Toledo, una cadena de hombres famosos, santos, guerreros, escritores, príncipes, todos con su cifra detrás del nombre, como los reyes en las dinastías. Habían sido en ciertas épocas los verdaderos monarcas de España.

Bajo tus acometidas invencibles cayeron muchos y bravos guerreros de Lorío y cayó también el más ilustre de los hijos del Condado, el famoso Lázaro, que después de Toribión y Firmo era tenido por el más esforzado de los enemigos de Entralgo. No le valió su garrote nudoso de acebuche ni le valieron sus saltos prodigiosos.

En la obscuridad de las bóvedas retumbaban los argentinos martillazos de los guerreros del reloj. Luna se levantaba y recorría la iglesia, visitando los contadores para marcar su ronda. Habían sonado las diez, cuando Gabriel oyó abrirse el postigo de la portada de Santa Catalina, pero rápidamente y sin violencia, como si hubieran hecho uso de una llave. Luna recordó el ofrecimiento del campanero.

En el tiempo de Homero, ningún guerrero fue identificado con su Aquiles, o con su Ajax, o con su Diomedes, ni ningún rey con su Nestor; y, sin embargo, ese rey y esos guerreros, que no han existido jamás, son seres vivientes.

ENRIQUE. , es el duque. ELSA. Dios mío, ¿cómo le confesaré mi traición? He abrazado a otro. ENRIQUE. El duque llega, y yo debo alejarme. Tiene gracia; me inspira algo así como celos el feliz mortal cuya llegada anuncian esas trompetas. ELSA. Llega de una manera solemne, acompañado de barones armados. ENRIQUE. Y de guerreros.

Mucho antes de que floreciesen Atenas y Roma, mucho antes de que Salomón e Hirán enviasen sus flotas a Ofir y de que los fenicios fundasen a Cádiz, bajó del montañoso centro del Asia a las fértiles llanuras que riegan el Indo y el Ganges, un pueblo nobilísimo e inteligente, valientes guerreros los más y algunos de ellos inspirados y divinos poetas, que los guiaban y entusiasmaban.

Proceden de la mezcla del negrito y el malayo, conservando de los primeros su raquítica complexión. Son muy poco laboriosos, pero muy guerreros y aficionados al robo y la piratería. Habitan una gran parte del río Butuan, prolongándose por las márgenes del Hijo hasta el seno de Davao.

La mujer que salvó á los parisienses de Atila y Meroveo con su palabra y con su fe; la que los salvó de los normandos con su ataud; aquella mujer que salvó á un pueblo con un puñado de cenizas, cuyo polvo fué más poderoso y más valiente que la pica de los guerreros, era una muchacha llamada Genoveva; la misma muchacha que rompió á llorar, oyendo la voz de San German de Augerre; la misma á quien dió el santo la medalla de cobre con la efigie del Salvador; una muchacha á quien Nauterre llama hija, á quien la Iglesia llama santa, á quien Paris llama Patrona, á quien yo llamo un nobilísimo carácter histórico.