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En otra carta habla de los ensayos que hizo primeramente para el adobo en ámbar de las pieles de perro, cuyas primicias dedicó al Condestable. Introdujo, pues, en Francia una nueva industria que era especial de nuestra Península. Bibl. Nac. de París, Fr., 3.652, fol. 99. Colección Morel Fatio, núm. A tanta merced, a tantas muestras de la gracia en q. biuo de V. Ex.^a, que quiere que diga?

Por sus ojos pasó entonces un relámpago de alegría y observé que se mordió los labios fuertemente, volviendo al mismo tiempo la cabeza. ¿Qué? ¿Le hace a usted gracia el nombre de mi pueblo, verdad? le pregunté, comprendiendo lo que pasaba en su interior. Pues , señor... dispénseme usted... me hace muchísima gracia repuso, tratando de reprimir en vano las carcajadas que fluían a su boca.

En castigo de no haber encontrado graciosa la broma, no te suelto. Bueno, pues confieso que tiene mucha gracia. Eso ya es otra cosa... Si te sometes te dejo..., pero con precauciones. Marta, en cuanto se vio libre, corrió con la escoba enarbolada detrás de él, aunque sin lograr alcanzarle; por lo cual dio la vuelta y siguió barriendo el comedor. Aun no se había arreglado.

La femenina se hallaba en la diligencia cuando entré, y me contestó con la gracia circunspecta que distingue á las castellanas, el atento saludo que le hice al instalarme á su lado. Era por cierto una de esas mujeres que entre los Españoles merecen el calificativo muy honorífico de guapas mozas, aplicado frecuentemente á la reina para expresar la idea del garbo y de la distincion en el porte.

A lo que respondió don Quijote: -Señora mía, sabrá la vuestra grandeza que todas o las más cosas que a me suceden van fuera de los términos ordinarios de las que a los otros caballeros andantes acontecen, o ya sean encaminadas por el querer inescrutable de los hados, o ya vengan encaminadas por la malicia de algún encantador invidioso; y, como es cosa ya averiguada que todos o los más caballeros andantes y famosos, uno tenga gracia de no poder ser encantado, otro de ser de tan impenetrables carnes que no pueda ser herido, como lo fue el famoso Roldán, uno de los doce Pares de Francia, de quien se cuenta que no podía ser ferido sino por la planta del pie izquierdo, y que esto había de ser con la punta de un alfiler gordo, y no con otra suerte de arma alguna; y así, cuando Bernardo del Carpio le mató en Roncesvalles, viendo que no le podía llagar con fierro, le levantó del suelo entre los brazos y le ahogó, acordándose entonces de la muerte que dio Hércules a Anteón, aquel feroz gigante que decían ser hijo de la Tierra.

¡Eh!, ¡eh! ¡Eduardito!... Detúvose un instante, miró y vino hacia . ¿Dónde va usted tan escapado, hombre de Dios? No lo , don Ceferino me respondió, posando sobre sus ojos vidriosos. ¡Tiene gracia! ¿Y se iba usted como si le faltase medio minuto para llegar a la cita? ¡Oh, si supiera usted, don Ceferino!... ¡Me están pasando unas cosas!... ¡Unas cosas!

«¿Y si lo probara? dijo Maximiliano con seriedad que le dio, ¡parece mentira!, un tornasol de hermosura ; ¿si le probara a usted de un modo que no dejase lugar a dudas...?». ¿Qué? ¡Que la idolatraré!... no, que ya la estoy idolatrando. ¡Tie gracia!... ¡idolatrando!, ¡ja, ja! repitió la otra, y devolvía la palabra como se devuelve una pelota en el juego.

Se refería a sus vicios y se jactaba de ellos con suave cinismo que a algunos hacía gracia y a otros repugnaba. De todos modos, era un compañero agradable y hombre con quien había seguridad de no tener choque alguno por palabra de más o de menos. En todas partes inspiraba alegría su presencia, la alegría serena, apacible que su rostro reflejaba constantemente.

«No le haría gracia que don Víctor los encontrase a tales horas en el parque, dentro del cenador solos y a la luz de las estrellas...». Pero esto que pensó se guardó de decirlo. Salió de la glorieta hablando en voz alta, pero no muy alta, aparentando no temer al ruido, pero temiéndolo.

Pues... hacia... hacia fuera, hacia el mundo, vamos respondíle yo aturullado como un chicuelo imprudente, temeroso de que me descubriera los pensamientos que me habían arrancado la pregunta. ¡Jacia el mundo! repitió él soltando una carcajada . Pues me hace gracia la ocurrencia, ¡pispajo! ¿Estamos aquí en el limbo, o qué?