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Gonzalo le miró con ojos distraídos, como si no hubiese oído, y siguió diciendo: En realidad, yo podía y hasta debía rechazar este desafío, porque no es costumbre que los hombres decentes se batan con los granujas, aunque éstos lleven un título del reino. Señor de Cuevas profirió Galarza montando en cólera, esto es insufrible. Yo no tolero que usted hable de ese modo.

Gonzalo quedó como estaba, de bruces sobre el pretil del paredón, contemplando el mar que lo batía suavemente. Las olas, después de chocar en la piedra con leve y hueco estampido, retrocedían corriendo sobre las otras, y producían rumor semejante al de una cortina que se despliega.

Esta, apoyada sobre el hombro de su futuro hermano, seguía los movimientos del lápiz. Poco a poco se iba esparciendo por su rostro una sonrisa vanidosa. Después de trazar la cabeza, Gonzalo siguió con el busto. Le puso el peinador o matinée que la niña vestía, y se entretuvo buen rato a dibujar minuciosamente los lazos de seda con que se sujetaba por delante. Cuando el retrato estuvo terminado.

Aquel joven nos dijo, entre otras muchas cosas menos interesantes, que la puerta, ya sin puerta, por donde poco después entrábamos en Salamanca, se llama todavía la Puerta de Zamora, y que la hermosa calle que allí comienza lleva también el nombre de la ciudad de Gonzalo Arias.

La clásica sopa de manteca con huevos humeaba ya en el centro de la mesa. Mira, haz plato a Gonzalo... Comienza ya a servirle le dijo después sonriendo bondadosamente, como mujer que profesaba ideas semejantes a las expresadas por San Pablo en su célebre epístola. Cecilia se apresuró a obedecer, colmando el plato de su futuro.

Al cabo creyó sentir ruido de pasos en el corredor, y poniéndose encarnada a la idea de que pudieran sorprenderla en aquella actitud, se alzó vivamente de la silla, y salió de la estancia sobre la punta de los pies. Gonzalo, en cuanto estuvo convaleciente, quiso trasladarse a Tejada. Le acompañó toda la familia, excepto don Rosendo. Corría el mes de octubre.

Que su mag.^d se sirua, de procurarle con effecto capello de Cardenal para su persona siendo muerta su muger, o para don Gonzalo Perez su Hijo, y que desde luego se pida a su Sancti.^d, y que su Mag.^d lo reserve en su Pecho para quien su Mag.^d le Quiere.

Pasó todo el día cerrado en Tejada, en un estado de agitación próximo a la demencia. La única persona que se atrevió a entrar en su cuarto fué don Rosendo. Aunque adornado con perífrasis y redundancias periodísticas que acreditaban su temperamento de escritor, supo hablarle un lenguaje digno y generoso. El pobre Gonzalo, abatido, convulso, no le contestó una palabra.

Hazme el favor de atarme el pelo, que yo no puedo por este dedo malo... Y enseñó uno, por donde manaba sangre. Al ir por los patrones se lo había pinchado. Valentina, muy turbada todavía, comenzó a atárselo. Me tiraba mucho, y, al desatarlo, me pinché con el alfiler que sujeta la cinta de arriba... El pobre Gonzalo no se arreglaba muy bien para atármelo, ¿verdad? añadió riendo.

Los altos y graves negocios que embargaban a don Rosendo, no consintieron que dedicase al desagradable suceso que en el mismo tiempo turbaba la quietud de su casa, aquella atención preferente que en otra sazón le hubiese dedicado. Sin embargo, al tener noticia de la traición de Gonzalo y del extravío de su hija menor, sintióse fuertemente alterado.