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Uno de ellos, al parecer el más joven y el menos fatigado y enfermo, tomó la palabra y dijo: Yo, señor, soy Juan de Cartagena y salí de Castilla mandando uno de los cinco bajeles que trajo el portugués Fernando de Magallanes para lograr su propósito de ir más allá de este continente, de llegar a la India, caminando siempre hacia el Oeste. La insufrible soberbia del portugués y los malos modos y la aspereza con que me trataba me movieron a rebelarme contra él cuando aún estábamos en el Golfo de Guinea. Magallanes me venció y me tuvo preso. Fue tanta su crueldad que permanecí en el cepo, durante muchas semanas, hasta que llegamos cerca de estos lugares. Hartos mis compañeros de sufrir al portugués, a quien ya tenían por loco, y recelando que los llevaba a perdición segura, se sublevaron contra él en una bahía que no dista mucho de aquí. Tres fueron los bajeles sublevados. Las principales cabezas de la sublevación fueron Luis de Mendoza y Gaspar de Quesada. Ellos me pusieron en libertad, y yo combatí en favor de ellos. Sólo dos bajeles quedaron sujetos al portugués. De los otros tres disponíamos nosotros. Magallanes, no obstante, pudo vencernos. Entró al abordaje en nuestros navíos y Luis de Mendoza murió cosido a puñaladas. Horribles fueron los castigos que Magallanes impuso. A Gaspar de Quesada, por mano de su propio criado, que sirvió de verdugo, hizo que le cortaran la cabeza. Y descuartizados los miembros de Quesada y de Mendoza, fueron suspendidos de los mástiles para espantoso escarmiento de todos. No por qué Magallanes me perdonó la vida y tuvo compasión de , si compasión puede llamarse. El feroz capitán, al ir a entrar en el Estrecho, me dejó abandonado sobre la costa inhospitalaria.

Goa resplandecía entonces en su mayor auge como centro y capital del imperio lusitano en Oriente; imperio que se extendía desde Sofala a Malaca, por todas las costas del Océano Índico y del Golfo de Bengala, y dilatándose además por muchas islas del mar del Sur, como Ceilán, Sumatra, Java y las Molucas, donde el rey de Portugal había levantado fortalezas e imponía tributos.

El monstruo de los jardines. El encanto sin encanto. La niña de Gómez Arias. El gran príncipe de Fez. El Faetonte. La aurora en Copacavana. El conde Lucanor. Apolo y Clímene. El golfo de las Sirenas. Fineza contra fineza. Las que siguen son las no coleccionadas y las inéditas hasta entonces: Fieras afemina amor. La estatua de Prometeo. El Turaní de la Alpujarra. Amado y aborrecido.

Pero ¿cómo ir allá?... «Señor, yo iré», dijo Méndez. En la canoa comprada por él arrostraría los peligros de un golfo impetuoso de cuarenta leguas entre dos islas donde tantas naos de descubridores se habían perdido, teniendo que luchar además con la furia de las corrientes. El Almirante le besó en los carrillos. «Bien sabía yo que sólo vos osaríais tomar esta empresa.

Pocos minutos después el junco, ya boyante por efecto de la pleamar, salía a toda vela de la bahía, dirigiéndose al golfo de Carpentaria. Al ver huir la nave, los salvajes, que contaban que siguiera embarrancada, lanzaron furiosos gritos y se dispersaron por la playa con la esperanza de que los fugitivos se vieran obligados a tocar en tierra.

Ulises, que estaba dispuesto á no sorprenderse de nada en este viaje extraordinario, se limitó á una exclamación de alegría cortés. «¡Tanto mejor!...» Ya no se ocupó de él, dedicándose á sacar el barco del pequeño puerto, dirigiendo su rumbo hacia la salida del golfo.

La fiera, el rayo y la piedra se escribió y representó de 1651 á 1660, porque se habla en ella de la infanta Margarita, que casó luego con el emperador Leopoldo I: nació en 1651, y se indica además que esta comedia se escribió por orden de María Teresa y por ende en 1660, en cuyo año abandonó á España esta Princesa para casarse con Luis XIV. El golfo de las Sirenas.

En el verano, la vista del Mediterráneo terso y brillante les hacía recordar los peligros del invierno. Hablaban con un terror religioso del viento de tierra, el viento de los Pirineos, la «tramontana», que arrancaba edificios de cuajo y había volcado en la estación próxima trenes enteros. Además, al otro lado del promontorio empezaba el temible golfo del León.

Un viento terrible que soplaba del Sur, caliente como si saliera de un inmenso horno encendido o como si atravesara por un desierto de fuego, corrió constantemente sobre el golfo de Carpentaria, retorciendo, como si fueran débiles cañas, los árboles que crecían alrededor del islote coralífero.

Medio cielo era de ámbar y el otro medio de azul nocturno, en el que empezaban á parpadear las primeras estrellas. El golfo se adormecía bajo la capa plomiza de sus aguas, exhalando una frescura misteriosa que se comunicaba á las montañas y los árboles. Todo el paisaje parecía adquirir la fragilidad del cristal.