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Pasaba por la honestidad misma, iba a misa todos los días que lo mandaba la Iglesia, rezaba el rosario con la familia, trabajaba diez horas diarias o más en el escritorio sin levantar cabeza, y no gastaba el dinero que le daban sus papás.

Quiso Feijoo probar también aquel plato, porque le gustaban algunas comidas españolas. Fortunata tenía una despensa admirablemente provista, y en ropa y trapos gastaba muy poco.

Uno de ellos llevaba dos dedos de grasa en el cuello del gabán; a otro le faltaban los botones; otro no gastaba puños en la camisa. Y todos, absolutamente todos, tenían los pantalones deshilachados.

Otro día recibió los cuatro mil escudos, y con ellos cuatro mil confusiones, porque no sabía qué decirse para mentir de nuevo; pero, en efeto, determinó de decirle que Camila estaba tan entera a las dádivas y promesas como a las palabras, y que no había para qué cansarse más, porque todo el tiempo se gastaba en balde.

Llevaba en la cabeza la alta peineta que se gastaba a principios del siglo, lucía hermoso pecho y tenía entre las manos una paloma. Presumí que sería la madre de Gloria. A entrambos lados había dos cuadritos al pastel que decían debajo: «Les petits favoris du jeune âge». El uno representaba un niño dando de comer a algunos conejos. En el compañero se veía a otro niño abrazado a un corderito.

La primera dama gastaba una túnica muy larga y comenzaba a llorar desde que subían el telón. El barba hacía de rey y debía morir al fin del acto tercero a manos del mancebo de las décimas: buena voz, potente y cavernosa, como convenía a un rey visigodo.

Don Bernardino de Cáceres era un segundón de una familia principal de Córdoba; gastaba más vanidad que doblones, y por razón de su vanidad andaba siempre perdonando vidas. Hacíalo con tal aplomo y se creía tan de buena fe valiente, que los demás acabaron por creerlo y por respetarle. Esto había acabado de hacer insoportable á don Bernardino.

Las mañanas de invierno compraban buñuelos, las tardes de verano chufas, y en todo tiempo alfeñique, mojama, garrofa o caramelos de a ochavo; pero su verdadera delicia consistía en repartirse una cajetilla de pitillos, sin que jamás llegasen a reñir sobre quién gastaba un cuarto más o menos.

Aunque se opusiera la mamá, ella se la llevaría a la fiesta mayor de Alboraya, para que todos vieran cómo estaba su Amparito y qué aire de señorío gastaba.

Las damas volvieron también sus rostros hacia él con curiosidad y respeto, y Pepa Frías se levantó para saludarle. Hasta el padre Ortega abandonó a su marquesa y se adelantó inclinado, sumiso, dirigiéndole un saludo almibarado, sonriéndole con sus ojos claros al través de los fuertes cristales de miope que gastaba.