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Del tubo del aparato de cobre para hacer café, cuyo vientre, bruñido y lustroso, reflejaba el fulgor rojo del fuego, se elevaba un ligero vapor azulado que volvía a bajar hacia la mesa, en nubecillas, empañaba el azucarero de plata y coronaba con un rocío las tazas de café.

No; la puerta no... Un rectángulo de luz brumosa y azul se marcó en el muro lóbrego. Jaime acababa de abrir la ventana. El fulgor sideral iluminó débilmente la contracción de su rostro, un rictus frío, desesperado, cruel, que le daba gran semejanza con el comendador don Príamo y otros navegantes de guerra y destrucción, cuyos retratos se empolvaban en el palacio de Mallorca.

Eran ya las nueve, y la tierra abrasaba; el aire no se movía; las estrellas parecían más próximas según el fulgor vivísimo con que brillaban, y veíase entre las grandes y medianas mayor número, al parecer, de las pequeñitas, tantas, tantas que era como un polvo de plata esparcido sobre aquel azul intensísimo.

En su fondo tranquilo vivían felices las perlas y los corales, las blancas sirenas, los peces azules... La falúa, al oprimir su húmeda espalda, formaba entre proa y popa un lecho ancho y cómodo con bordes de espuma, un lecho que convidaba a dormir eternamente con el rostro vuelto al cielo, mirando resbalar por el seno transparente del agua el fulgor de las estrellas...

Cediendo tu fiereza en mi seno estreché con embeleso tu celestial cabeza... ¡Y el último fulgor de tu pureza partió con el rumor del primer beso...! Ya se ha borrado la estela que bordaba aquella nave, que al impulso de su vela, sobre los abismos rueda ráuda y gentil como el ave.

Buscó el retiro de rural sosiego y prosiguió su ruta sin desmayo. Para trazar su rúbrica de fuego, tras densa nube se recoge el rayo. Sobre el rojo fulgor del exterminio, sobre el mortal estruendo de las balas, en el azur, su natural dominio, serenamente desplegó las alas.

Las vacas estaban inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable. ¿Por qué no entran? preguntó el alazán a las vacas. Porque no se puede le respondieron. Nosotros pasamos por todas partes, afirmó el alazán, altivo. Desde hace un mes pasamos por todas partes. Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente el sentido del tiempo.

En la obscuridad, sin más luz que el tenue fulgor sideral que entraba por la ventana, volvió a llamar a Ojeda «viejito» y «negro», dos palabras amorosas del nuevo hemisferio a las que él no había podido habituarse todavía, y que en medio de los transportes pasionales le hacían sonreír. Cuando brilló de nuevo la electricidad estaban los dos sentados en un diván.

El que vistió de nieve la alta sierra, De oscuridad las selvas seculares, De hielo el polo, de verdor la tierra, Y de fondo azul los cielos y los mares, Echó también sobre tu faz un velo, Templando tu fulgor para que el hombre Pueda los orbes numerar del cielo Tiemble ante Dios y su poder le asombre.

Ambos se detuvieron en el umbral, sobrecogidos de emoción, cuando el cuarto obscuro, iluminado solamente por el fulgor dudoso de las estrellas, se abrió ante sus ojos. Toda huella de la muerta había desaparecido; sólo la cama vacía, cuyos montantes se dibujaban negros sobre la pared gris, hacía ver que la que lo ocupaba había elegido otro lecho.